Presentación
Dentro de los estudios relativos a los Derechos Humanos nos encontramos con aquellos que abordan críticamente al propio campo del Derecho desde su seno, como también otros que lo hacen desde distintas perspectivas de las ciencias sociales y la filosofía. Al hablar de estos abordajes no sólo estamos haciendo referencia a las habituales críticas respecto de la insuficiente o mala aplicación del Derecho en ‘la práctica’, o al carácter oscuro e intrincado de su lenguaje. Si bien los mencionados aspectos contribuyen al punto que nos interesa abordar aquí, lo que ocupará mayor protagonismo refiere a aspectos intrínsecos a la relación Derecho/sociedad, entendida ésta como fenómeno eminentemente cultural e históricamente situado.
En la búsqueda de estos aportes, nos hemos encontrado con un conjunto interesante de análisis que, desde distintos posicionamientos teóricos, contribuyen a los estudios críticos del Derecho en general, apuntando a una revisión profunda de ciertos cánones, códigos y modos de abordaje que tanto los/as juristas como la sociedad en su conjunto han naturalizado a lo largo de los últimos siglos.
Entre los aspectos que motivan esta búsqueda se encuentra nuestra preocupación por las desigualdades sociales, políticas, económicas, entre otras, que existen, en general, entre personas, grupos sociales, comunidades, y en particular, las referidas a los procesos que históricamente contribuyeron a la distinción y separación entre ‘lo normal’ y ‘lo patológico’, lo deseable y lo no deseable, la capacidad y la discapacidad. Nos preocupa, además, conocer en qué medida el Derecho actúa como herramienta reguladora y/o emancipadora, y en qué medida legitima y reproduce esas desigualdades que se suponen contrarias a los valores de los Derechos Humanos del Estado de Derecho. Si bien estas distinciones binarias suelen ser naturalizadas y ‘neutralizadas’ por medio de discursos y prácticas tradicionales, son consideradas, en este trabajo, como fruto de relaciones de poder funcionales a un determinado sistema político de distribución de la riqueza que precisa de dichas desigualdades para subsistir como tal. En otros términos, aquellas situaciones de injusticia que suelen ser consideradas como ‘desviaciones’ respecto de determinados modelos avalados jurídicamente, son, desde esta óptica, componentes constituyentes de un sistema perverso que, en muchas ocasiones, no sólo las tiene previstas -sin tomar medidas concretas para evitarlas-, sino que además las provoca (Nieto, 2007:33).
En este marco nos parecen pertinentes los siguientes interrogantes respecto del campo del Derecho, que la tradición de la modernidad fue construyendo hasta la actualidad: ¿puede el Derecho generar las condiciones para que todos/as y cada uno/a de los miembros de la comunidad regulada por él puedan desarrollar su propio plan vital, producto de elecciones ‘libremente’ tomadas? ¿Qué implica la ‘libertad’ de elegir? ¿Qué lugar ocupa aquí el concepto de emancipación y el de Derechos Humanos? ¿Para quién están previstos esos derechos? ¿En qué medida esta discusión se entrelaza con los aspectos fundamentales de los Estados nacionales, por un lado, y con los reclamos particulares (como los de las llamadas ‘personas con discapacidad’) por el otro?
Sin intenciones de dar respuestas acabadas, sino más bien, con intenciones de problematizar e in-quietar ciertos dogmas y discursos anquilosados por las distintas tradiciones disciplinares, nos proponemos en este trabajo, realizar un recorrido con el fin de contribuir a la reflexión en torno de las tensiones entre el discurso y la práctica del Derecho, por un lado, y la dimensión ética y cultural por el otro.
Contrato Social y Derecho: del mito al rito
El llamado ‘Derecho continental’ –corriente en la que se inscribe el Derecho argentino-, tiene sus raíces más fuertes y profundas en el Derecho romano. Si bien es cierto que recibió otras influencias, sobre todo del Derecho de Indias, la Roma Imperial dio origen al Derecho que hoy nos rige. Una de sus notas características es el exceso de ritualidad que lo acompañaba; todo el proceso romano era una sucesión de actos rituales que llevaban a la decisión final.
Lo anteriormente expuesto refiere a una de las hipótesis centrales de nuestro trabajo, que plantea que el paradigma del Contrato Social funciona al modo de lo que en Antropología y en Historia se conoce como mito fundador (y tiene en cuenta el hecho de que los ritos suelen expresar el contenido de un mito).
En el campo de la Antropología se utiliza el concepto de mito para hacer referencia a explicaciones que son autosuficientes y que son fuente de validación de verdad. Siguiendo la definición de Barthes, Fernández Domingo explica que el mito refiere a:
“un sistema de creencias coherente y completo, un conjunto estructural homogéneo y específico. El mito intenta aportar repuestas globales a problemas de diferentes órdenes que se presentan. En lugar de separar, de analizar como hace en principio el análisis científico, el mito busca unidad desarrollando extremadamente la función simbólica. El mito es la representación que funda el ‘sentido común’, presenta como natural’, lo que de hecho viene de la historia, de la política, de la ideología… el mito político es una fabulación, una deformación o una interpretación, objetivamente recusable de lo real, pero es un relato legendario con una función explicativa y movilizadora que tiene un papel variable en función de las vicisitudes del debate ideológico.” (Fernández Domingo, 2008).
Por otra parte, recordemos que el paradigma del Contrato Social constituye, al decir de Nussbaum (2012), una de las más poderosas y duraderas teorías de la justicia social (data de los siglos XVII y XVIII), con inmediata influencia en los procesos constitucionalistas de Occidente y en nuestra vida política pasada y presente. Implica que todos los Estados de Derecho de Occidente se fundan en él, y que en un momento mítico hipotético de la historia, los seres humanos se pusieron de acuerdo para formalizar un contrato en el que se obligaban a respetar los postulados que de él surgieran, y en delegar en el Estado la potestad del poder de policía. En esta lógica, el Derecho hace las veces de rito a partir del mito del Contrato Social. Siguiendo este análisis, las leyes y sus interpretaciones por parte de los diferentes participantes del rito conforman la reproducción del mito que mantiene la cohesión social.
En su obra cumbre, Teoría pura del Derecho, Hans Kelsen –el máximo exponente del positivismo en el Derecho- sostiene que sólo es Derecho el conjunto de normas dictadas por la autoridad con las facultades para hacerlo y en el ámbito de su competencia y jurisdicción. Todo lo que no sea una norma positiva dictada por la mencionada autoridad no es, desde su punto de vista, parte del Derecho ni materia de estudio de la ‘ciencia del Derecho’. Las normas, así, encuentran su fuente de legitimidad en normas anteriores y superiores que le dan al órgano legislativo la facultad de dictar leyes. Esta cadena de legitimación es explicada por el autor con el esquema conocido como Pirámide de Kelsen, en cuya cúspide se encuentra la Constitución, fuente de autoridad, legalidad y legitimidad de todo Estado de Derecho.
Ahora bien, esta teoría de la pirámide de normas positivas no le alcanza a Kelsen para explicar y validar la legitimidad de la Constitución, ni el hecho de que no hay, no puede haber, una norma superior y anterior a ella. Es por esta razón que Kelsen debe buscar el fundamento para su esquema fuera de la norma positiva, y recurre a la norma hipotética fundamental –de la cual se deducirá toda la cadena de legitimidad y legalidad del Derecho positivo- para colocarla en el cenit de la pirámide, fuera de ella. Esta norma hipotética no es sólo una hipótesis; es un mito con el que este autor sostiene su teoría pura del derecho. Y es en ese mito donde comienza la cadena de legitimación de las normas positivas: “Partiendo del supuesto de que esta norma es válida, también resulta válido el orden jurídico que le está subordinado, ya que la misma confiere a los actos del primer constituyente y a todos los actos subsiguientes del orden jurídico” (Kelsen, 2000:113).
En lo anterior se advierte cómo, bajo una órbita cientificista y con pretensiones de ‘objetividad’, el Derecho positivo que conocemos se funda, como tantos otros relatos ‘no científicos’, en un mito. Todo el sistema positivo, ‘científico’ del enfoque de Kelsen se funda en un hecho hipotético que de forma acrítica se asume como válido sin preguntarse por su origen, legitimidad, justicia o ética. La norma hipotética en este caso toma las características de un axioma; luego, aplicando el método deductivo, se construye un sistema de ideas que, partiendo del Contrato Social, llega al marco normativo vigente en los límites del Estado Democrático Liberal de Derecho. Esto, creemos, es lo que, de alguna manera pone al Derecho en el orden de lo mítico y ritual de la cultura occidental; por otra parte, en general, se desconoce que estos axiomas, que surgen evidentes y obvios en las mentes de los pensadores clásicos y contemporáneos, se producen en un lugar y contexto histórico, y están tamizados por la propia historia personal de quienes las enunciaron y, sobre todo, se dan en una cultura determinada y determinante.
Lo que hasta aquí hemos planteado permite vislumbrar que el derecho nada tiene de natural y objetivo; es parte de la cultura, de la sociedad y es, sobre todo, el resultado de las relaciones de poder que se dan entre los grupos hegemónicos de la sociedad.
En su libro La idea de la Justicia, el pensador y Premio Nobel indio Amartya Sen critica la concepción de John Rawls, pensador contemporáneo, exponente del neo-contractualismo, acerca de las personas que forman parte, en la ‘Posición Original’, del pacto o contrato originario que dará origen a la sociedad civil organizada. En su obra Teoría de la Justicia, producto de lo que el Rawls llama pensamiento intuitivo, sostiene que las partes contratantes son siempre adultos racionales, con necesidades parecidas y capaces de un nivel ‘normal’ de productividad y de cooperación. El autor resume esta idea de la siguiente forma: “he asumido hasta aquí, y seguiré asumiendo, que los ciudadanos no son iguales en cuanto a capacidades, pero sí poseen, al menos en un nivel mínimo, las capacidades morales, intelectuales y físicas que les permiten ser miembros plenamente cooperantes de la sociedad a lo largo de una vida completa.” (Rawls, 2012:121)
La inclusión de la idea de que las personas son plenamente cooperantes durante toda su vida deja fuera de la posición original a las personas con determinadas discapacidades, sean estas permanentes o transitorias. Aquí se deja sentado el principio de que las personas que no respondan a lo que el pensamiento filosófico-científico occidental define como ‘normal’ no formarán parte del pacto original, de las normas constituyentes y de las grandes líneas políticas que allí se tracen. Según esta perspectiva, la inclusión de las personas con necesidades o características atípicas es un problema que debe resolverse ulteriormente a la elección de los principios básicos, en lo que Rawls llama estadio legislativo. En este estadio las instituciones creadas por la Constitución dictan las normas ordinarias con las que se pretende suplir la exclusión primordial. Aquí, creemos, se aprecia una de las claves de la tensión exclusión-inclusión: mientras la exclusión es parte y producto de una concepción universal y universalizante de la sociedad, la inclusión es parte de normas y políticas focalizadas, casuísticas, que sólo son paliativos, en el mejor de los casos, y no transformaciones de una relación injusta en una más justa.
La filósofa Martha Nussbaum sostiene, en su obra Los Limites de la Justicia, que una concepción de las partes como la que vimos en el párrafo anterior está inscripta en la lógica de la situación contractual, en tanto las personas se reúnen y establecen los principios políticos básicos sólo en determinadas circunstancias “que puedan dar lugar a un beneficio mutuo, y en las cuales todos esperan ganar algo con la cooperación” (Nussbaum, 2012:116). En ésta lógica, incluir en la situación inicial a personas con necesidades inusualmente singulares y/o ‘costosas’, incapaces de brindar al grupo mayoritario una contribución considerada ‘significativa’ desde el punto de vista de la ‘normalidad’, sería una situación contradictoria respecto de la lógica que sostiene el ejercicio del contrato. Más adelante, sostiene la autora, que “la idea de un contrato de este tipo invita claramente a establecer una distinción entre las variaciones ‘normales’ entre ciudadanos ‘normalmente productivos’ y las variaciones que sitúan a algunas personas en una categoría especial de definiciones.” (Nussbaum, 2012:117). Este Contrato Social, con las características hipotéticas, míticas y producto de la intuición mencionada, será el fundamento ideológico de la Constitución y del derecho positivo en el Estado de Derecho.
Estudios Críticos del Derecho
Tras el panorama recorrido hasta aquí, nos interesa ahora profundizar en la crítica de aspectos específicos del Derecho, las cuales contribuyen a movilizar y revisar ciertos temas que, por revestir carácter axiomático y heredar el mencionado carácter mítico del campo jurídico, suelen ser poco interpelados.
Como explica Cruz Parcero (2007), es desde el siglo XVII que en Occidente se habla de los derechos, como producto de la cultura occidental, y es desde fines de la segunda guerra mundial que se habla del inicio de una etapa de ‘proliferación o expansión de derechos’, que responde a procesos sociopolíticos complejos en torno a la necesidad de proteger ciertos valores que han derivado en los llamados ‘Derechos Humanos’. Estos valores han sido inicialmente ‘reconocidos’ por las instituciones sociales para luego pasar a una positivización, a través de declaraciones, pactos, tratados y organismos internacionales. En definitiva, en el mundo actual es difícil pensar sin el lenguaje de los derechos, pero esto no significa –continúa el autor- que el estudio y las críticas de este discurso a sus implicaciones prácticas “no deban tomarse en serio y que no podamos desprender algunas observaciones que nos lleven a desconfiar de la enorme confianza que hoy tenemos depositada en este discurso” (Cruz Parcero, 2007:15).
En este sentido, sabemos que las perspectivas críticas surgidas desde el campo jurídico respecto del Derecho comenzaron a consolidarse a fines del siglo XX. Partiendo de la base de que los derechos de las personas ocupan un lugar privilegiado –central- tanto en el marco de la teoría jurídica como en la teoría política, Jaramillo Sierra aborda tres implicancias de interés: “Primero, que existe un consenso a un nivel abstracto sobre los contornos de este lenguaje. Segundo, que es necesario trabajar para hacer concreto este consenso. Tercero, que la crítica es inconmensurable o indeseable” (Jaramillo Sierra, 2003:16). Esta autora destaca la importancia de que se invierta la tendencia a la invisibilización que advierte respecto de las críticas de los derechos. Esta invisibilización operaría de dos modos: a) mediante la cooptación de algunas críticas a través de la transformación de algunos de sus razonamientos, o bien, b) mediante el silenciamiento de ciertos reclamos que no pueden o no quieren ser cooptados (op. cit. 18).
Jaramillo Sierra realiza entonces un recorrido que da cuenta de las mencionadas críticas, distinguiendo las que provienen desde las perspectivas de la teoría política, de las que lo hacen desde la teoría jurídica. A continuación se presenta una síntesis: una de las críticas que se hace al derecho desde la teoría política se refiere a la emancipación que ofrecen los derechos ya que parte de su poder radica en que “se les atribuye la capacidad de reintroducir el problema ético en el razonamiento jurídico, sin que éste se disuelva en política. Para esto se supone que los derechos encarnan un proyecto ético coherente” (op. cit.:19-20). Según esta autora, los derechos ofrecen mucho menos que lo que se cree en términos de libertad humana, igualdad y comunidad, puesto que en su órbita, estas expresiones corresponden a los individuos como ‘ciudadanos’ y no en tanto seres humanos. Esto hace que sea deseable aspirar a algo más que a una formalidad: “Como ciudadanos, los individuos son entes abstractos que se relacionan al nivel formal; luego, su libertad y comunidad son formales” (op. cit.: 20). Por otro lado, el discurso de los derechos daría cuenta de relaciones humanas de carácter alienante, puesto que contribuiría a que los seres humanos experimenten sus existencias como una consecuencia del derecho, y a las relaciones como mediadas por éste. “La alienación es la incapacidad de las personas de conectarse y resulta de la pérdida generalizada de la confianza en el deseo del otro por conectarse” (op. cit.: 21).
En definitiva, el Derecho se considera una respuesta al temor de que la otra persona no responda al deseo de conexión, y por tanto, se manifiesta instaurando una autoridad tal que pone orden a la alienación. Pero además, el discurso de los derechos se presenta como universal, lo que da lugar a, por lo menos, dos cuestiones críticas relacionadas: en primer lugar, mientras que los derechos se atribuyen la representación de los ‘humanos’, en verdad, históricamente sólo han dado cuenta de hombres que reúnen determinadas características y no otras; en esa línea, “…los derechos no son sino el resultado de la historia discursiva de algunos grupos que actualmente tienen más poder que otros y reclama que la pretensión misma de la universalidad es imperialista” (op. cit.: 21). Un segundo aspecto crítico enmarcado desde la teoría política refiere a los derechos como táctica utilizada en la lucha política, en tanto que el lenguaje de los derechos provee herramientas con mucho más peso que otras, y por tanto, surge la necesidad de apropiarse de ellas. Entre las consecuencias más destacables se encuentra la referida a la movilización social: por un lado “…los movimientos sociales se exponen a ser cooptados; (por otro lado) “…al traducir sus aspiraciones en el lenguaje de los derechos se exponen a que la posición contraria a sus intereses sea legitimada en el proceso de adjudicación judicial” (op. cit.:22).
En cuanto a las críticas originadas en la teoría jurídica, se encuentra la pretensión del discurso de los derechos de dar respuestas correctas a múltiples casos, como así también, de atribuirse capacidad de ofrecer protección para todos los intereses: las críticas que, según Jaramillo Sierra (2003:23-40) se destacan son las siguientes:
En primer lugar, la crítica a la indeterminación sustancial refiere al contenido de los derechos. Luego de una tradición centrada en el idealismo hegeliano que consideraba al derecho como materialización de la voluntad, Ihering propuso que el contenido de los derechos son los intereses. De este modo, “Ihering abre el camino para que el debate se traslade del universal e inmutable ámbito de la reflexión filosófica abstracta, al contextual y cambiante ámbito de la ‘vida’”. A partir de este planteo surgieron también otros estudios que adhieren a la teoría jurídica de la dominación, quienes plantean que “…el contenido de los derechos puede determinarse si se sabe cuáles son los intereses de quienes ocupan la posición privilegiada en la estructura social” (Jaramillo Sierra, 2003:27).
En segundo lugar se encuentra la crítica de los abusos de la deducción. Un autor que aborda esta cuestión es Hohfeld, para quien “un problema básico en la argumentación jurídica es que se pretende que la díada derecho-deber es suficiente para explicar la totalidad de las normas jurídicas”. De ahí que habla de ‘abuso de deducción’ (Jaramillo Sierra, 2003:28).
En tercer lugar se habla de la crítica de la incoherencia. El método de la coherencia constituye uno de los aportes realizados por Dworkin para resolver los problemas ligados a la indeterminación sustancial y analítica en el campo del derecho. El supuesto del que parte este autor es que “es posible encontrar el sentido total del ordenamiento jurídico y a partir de él precisar lo que a primera vista aparece como en conflicto o indeterminado” (op. cit.:32), aspecto criticado por posturas como las que sostienen que es imposible encontrar un único sentido al ordenamiento jurídico, o las que consideran que si bien es posible comprender el conjunto de normas a partir de dos o más fines, no se puede pretender que a partir de esto se resuelva la tensión existente entre ellos. “En este sentido se ha argumentado que los fines fundamentales del ordenamiento jurídico son el egoísmo y el altruismo, y que ninguno de los dos precede o incluye al otro” (Ibíd.).
Por su parte, Pisarello (2007) reflexiona en torno de los derechos sociales (más precisamente, de su devaluación), teniendo en cuenta la relativa inmutabilidad del Derecho frente a la siempre cambiante ‘experiencia humana’. En esta línea propone una lectura crítica respecto de lo que creemos inmóvil e incuestionable en lo que refiere a las normas ya que, contrariamente a lo que suele suponerse, los estados sociales tradicionales se han limitado a operar como “simples estados legislativos y administrativos residuales”, dedicándose, en definitiva, a “disciplinar la pobreza y asegurar el ‘orden’ y la ‘seguridad pública’” (Pisarello, 2007:13). De este modo el autor pone en evidencia la necesidad de brindar, a los derechos sociales, una mayor relevancia de la que actualmente tienen en el campo jurídico, como también de priorizar un punto de vista ‘externo’ a la definición de los derechos –es decir, el punto de vista de quienes no forman parte de los llamados ‘grupos de poder’-, por sobre el punto de vista ‘interno’ –es decir, el que tienen los grupos que pretenden crear, recrear y legitimar indefinidamente ciertas normas de acuerdo a sus propios intereses-. En términos del autor:
“junto al pesado lastre de incumplimientos, exclusiones y regresiones que la historia de los derechos carga sobre sus espaldas, sería posible rescatar las múltiples experiencias reivindicativas, de solidaridad y cooperación, que los sujetos en apariencia más débiles, los sin poder, han opuesto a la arbitrariedad de los poderes dominantes de cada época, a veces a través del Derecho vigente, y en ocasiones contra él” (Pisarello, 2007:138).
Lo anterior nos lleva a los aportes de Gargarella (2004, 2010), quien se ocupa de historizar y reflexionar críticamente respecto de la Constitución en particular, y de los fundamentos del sistema representativo en general, contribuyendo a desnaturalizar el carácter dogmático de la Constitución y la infalibilidad de su programa político. En uno de sus trabajos, Gargarella se pregunta:
“si aquellos que viven sistemáticamente en condiciones de pobreza extrema tienen un deber de obedecer el derecho. Para ellos, el derecho no ha sido un medio de ganar libertad o de alcanzar el autogobierno, sino más bien un instrumento que ha contribuido decisivamente a forjar la opresión en la que viven. Por lo tanto, deberíamos preguntarnos si para ellos no se justifica desafiar y aun resistir semejante orden legal” (Gargarella, 2005:14).
Para llevar a cabo esta reflexión, el autor realiza una breve reseña de la relevancia que el derecho de resistencia mantuvo durante siglos en la historia del Constitucionalismo (en especial, durante el período de la Reforma).
“Hacia fines del siglo XVIII, y de la mano de John Locke, la resistencia a la autoridad apareció como una de las cuatro ideas que (…) distinguieron en sus orígenes al constitucionalismo. …la idea de resistencia tendió a aparecer junto con la referida al carácter inalienable de ciertos derechos básicos; la idea de que la autoridad era legítima en la medida en que descansaba sobre el consenso de los gobernados; y aquella que decía que el primer deber de todo gobierno era el de proteger los derechos inalienables de las personas” (Gargarella, 2005:17).
En la actualidad, la discusión en torno al derecho de resistencia no es considerada política o legalmente relevante ya que a lo largo de esta historia las sociedades y sus instituciones han generado nuevas estrategias y modos de relación. Como explica Gargarella (op. cit. 27) algunos de los factores que contribuyeron a la desaparición de este derecho durante los últimos dos siglos son los siguientes. Por un lado, el poder político se encuentra, desde hace décadas, mucho más atomizado –y menos concentrado- que en otras épocas, dando lugar a que en la actualidad sea más difícil visualizar claramente quién/quiénes son los responsables de la opresión, o consolidar una idea de resistencia como algo posible y realizable. También contribuye el hecho de que actualmente existe una creciente ‘fragmentación’ –en términos sociales y también políticos- que posibilita que muchos de quienes no se encuentran atravesando situaciones de opresión grave no tengan intenciones de producir cambios, y hasta, en muchos casos, traten de impedirlos de manera activa en tanto prefieren no desestabilizar sus situaciones particulares. Siguiendo al mismo autor, cabe destacar, finalmente, que la misma organización institucional establecida en los países que se consideran democráticos implica, entre otras cosas, la división de poderes, a través de la cual se ponen en práctica “…numerosas herramientas destinadas a facilitar o promover, de modo pacífico y ordenado, cambios políticos –aun cambios de tonalidad radical-. Las elecciones periódicas, en particular, resultan decisivas en esta discusión” (Gargarella, 2005:29).
Continuando con este recorrido teórico referido a las críticas al derecho, y recordando también la intención de problematizar ciertos aspectos heredados y estables de nuestra vida en sociedad, surge la inquietud por qué pasa con la crítica cuando quienes reclaman por más derechos son grupos que han sido tradicionalmente marginados y fuertemente desprotegidos y excluidos de toda reflexión o texto jurídico, como puede ser el caso de las personas con discapacidad. Williams (2003) aborda con profundidad este tema, al hablar de la histórica deuda social y legal de los sistemas ‘democráticos’ alrededor de la figura de los esclavos negros de su país, Estados Unidos. Su punto de vista es particularmente interesante en tanto aborda este complejo tema no sólo a partir de sus estudios en el campo jurídico, y en particular, en torno de los ‘Estudios Legales Críticos’ (Critical Legal Studies – CLS) sino también de su condición de negra, descendiente de esclavos, y de blancos poderosos, ‘dueños’ de esos esclavos. En su trabajo, la autora matiza y analiza las implicancias que para ella ha tenido este tipo de estudios, advirtiendo una clara diferencia con respecto a las vivencias de cualquier otro estudioso ‘no negro’.
“Para los históricamente impotentes, la concesión de derechos es símbolo de todos los aspectos de su humanidad que le han sido negados: los derechos implican un respeto que lo ubica a uno en el rango referencial de ‘yo’ y otros, que lo eleva del estatus de cuerpo humano al de ser social”. (Williams, 2003:55)
Tal como afirmáramos en otro trabajo (Pérez, 2016) a diferencia de otros estudiosos, Williams se muestra más cauta en relación a la crítica. Desde su perspectiva, el problema con el discurso de los derechos no radica en un carácter restrictivo que le sería propio, sino en un universo referencial restringido; no pasaría tanto por los momentos de ‘afirmación’ de derechos, sino más bien por las fallas que existen en torno al compromiso asumido con ellos (Williams, 2003:64).
“La tarea de los CLS (Estudios Legales Críticos), entonces, no es desechar los derechos sino ver a través o más allá de ellos para hacer que reflejen una definición más amplia de intimidad y propiedad: para que la intimidad deje de ser una manera de excluir basada en el interés propio y se convierta en una manera de tener consideración por la autonomía frágil y misteriosa del otro” (op. cit.:73).
Tomaremos, finalmente, los aportes de Nieto en torno al concepto de ‘Razón Jurídica’, que condensa, en gran medida, el recorrido anterior. Para este autor, es habitual pensar la idea de ‘Razón’ como la causa o motivo que produce, explica y justifica algo (Nieto, 2007:23). No obstante, en su obra profundiza un tanto más su definición, y expresa que la Razón Jurídica tiene una naturaleza subjetiva, ya que se trata de una toma de conciencia, que a pesar de su carácter racional, no excluye a la intuición. En palabras del autor, “inicialmente no forma parte del sistema sino que es una ‘reflexión’ sobre el sistema (…) es una facultad humana que capacita para entender las cosas o fenómenos, para darles sentido y para formar y ordenar los sistemas” . (Nieto, 2007: 24).
A partir de esta definición es que Nieto propone realizar una crítica a la Razón Jurídica que contribuya a revisar y ‘limpiar’ a esa facultad innata que tenemos los seres humanos para observar y ordenar la realidad, con la pretensión de superar a aquella Razón Jurídica que “cultiva la mayoría de los juristas”, y que se caracteriza por encontrarse lejos de la realidad como consecuencia de estar atada al normativismo y a la dogmática (Nieto, 2007:30). Para este autor, tanto la norma como el dogmatismo que caracterizan a la Razón Jurídica que conocemos se empeñan en negar la historicidad de los fenómenos del Derecho, que es precisamente uno de sus rasgos fundamentales, puesto que está ligado indisolublemente a las distintas coyunturas sociales. Pero además, sostiene que el Derecho no debe ser identificado sólo con las normas, sino que también debería ser considerado en su práctica.
“Cuando la Razón Jurídica toma conciencia histórica pierde su arrogancia y se percata de la fugacidad del Derecho que está analizando, es decir, del Derecho propio de la cultura llamada occidental surgida en un breve ‘parpadeo secular’ (…) …la Razón es ‘astuta’ y su secreto consiste en cegar a los interesados para que así no puedan percibir las enormidades que están cometiendo o provocando.” (Nieto, 2007:32)
Capacidad y discapacidad. El Derecho como fenómeno cultural
De acuerdo a lo que consideramos hasta aquí, el Derecho es, ante todo, un fenómeno cultural y la Antropología es la ciencia que tiene por objeto de estudio a la cultura. Por ello iniciaremos este apartado intentando definir qué es y qué aporta un abordaje antropológico del Derecho, el cual supone, como explica Krotz (2002) un acercamiento ‘desde afuera’, ya que lo jurídico es visto por la Antropología como un aspecto, entre otros, de la realidad social y cultural: “La perspectiva antropológica, a diferencia de la visión jurídica, no busca construir modelos de aplicación general, abstrayendo los contextos sociales, sino dar cuenta de la manera en que los sistemas jurídicos se encuentran inmersos en la cultura y el poder” (Sierra, 1999, citado en Krotz, 2002:24). La mirada antropológica nos permite, entonces, interpelar la naturalidad del derecho occidental, que se consolidó a partir de los siglos XVI y XVII con el paradigma de la modernidad como eje, el Estado de Derecho como herramienta y la sociedad capitalista como fin.
El pensador portugués Boaventura de Sousa Santos sostiene que existen tres pilares en los que se basa el Derecho moderno: “el derecho como monopolio del Estado y como construcción científica; la despolitización del derecho a través de la distinción entre Estado y sociedad civil; y el derecho como principio e instrumento universal de la transformación social políticamente legitimada.” (De Sousa Santos, 2009:47). La modernidad es, entonces el telón de fondo del Derecho y la permanente circulación de significados entre la ciencia y el Derecho ha contribuido a que éste adquiera las características de una disciplina científica, lo que, entre otras cosas, lo dota de una objetividad y neutralidad que no posee.
Volviendo al contexto histórico en el que esta concepción del Derecho tiene lugar el autor portugués plantea que el paradigma de la modernidad, a su vez, descansa sobre dos pilares: la regulación y la emancipación: mientras que la primera es el conjunto de normas, instituciones y prácticas que garantiza la estabilidad de las expectativas (presentes y futuras), la segunda, afirma el autor, es el conjunto de aspiraciones y prácticas oposicionales, tendientes a aumentar la brecha entre las expectativas, poniendo en duda el statu quo al confrontar y deslegitimar las normas, instituciones y prácticas que garantizan la estabilidad de las expectativas –esto es, confrontando la regulación moderna-:
“La modernidad se fundamenta, entonces, en una tensión dinámica entre el pilar de la regulación y el pilar de la emancipación. Esta tensión se encuentra bien expresada en la dialéctica del orden y el buen orden, o de la sociedad y la sociedad buena. Mientras que la regulación garantiza el orden en la sociedad tal como existe en un momento y lugar, la emancipación es la aspiración a un orden bueno en una sociedad buena en el futuro.” (De Sousa Santos, 2009:30-31)
Si consideramos que el Derecho, en su fase emancipadora, debe generar las condiciones previas para que la vida digna de las personas sea posible como consecuencia de las decisiones y opciones que éstas, libremente, tomen para desarrollar sus planes de vida nos acercamos al enfoque de la capacidad propuesto por Amrtya Sen. En el enfoque de la capacidad la ventaja individual de la vida en sociedad
“se juzga según la capacidad de una persona para hacer cosas que tenga razón para valorar. Desde el punto de vista de la oportunidad, la ventaja de una persona se juzga menor que la de otra si tiene menos capacidad –menos oportunidad real- de lograr esas cosas que tiene razón para valorar. (Sen, 2010:261-262)”.
El foco, en esta mirada, está puesto en la libertad que las personas tienen, en los hechos, para realizar elecciones entre diferentes alternativas que consideran valiosas para ser o hacer en sus vidas. Aquí puede apreciarse cómo la dignidad de la vida humana pasa por la capacidad de elegir y poner en marcha el propio plan de vida.
En general, plantea Amartya Sen, existen dos grupos de enfoques tradicionales y antagónicos a la hora de elegir los parámetros con los que medir los grados de justicia de un sistema político determinado histórica y geográficamente. Existe por un lado el enfoque del utilitarismo que se enfoca en la utilidad del sistema para cada individuo –felicidad, placer-; según esta visión, esta es la mejor manera de evaluar cuán aventajada es una persona y cómo se compara con otras. El otro enfoque usado tradicionalmente para evaluar las ventajas de las personas en una sociedad determinada se constituye desde el punto de vista de los ingresos y los recursos, considerando la riqueza por persona y cómo ésta se transforma en ventaja.
Para Sen, el enfoque de las capacidades viene a plantearse como una alternativa a estas dos formas tradicionales para caracterizar la justicia en una sociedad determinada. En términos de este autor, “el concepto de capacidad se vincula muy estrechamente al aspecto de oportunidad de la libertad, visto desde la perspectiva de oportunidades ‘comprendidas’ y no sólo desde el enfoque de lo que sucede con la ‘culminación’” (Sen, 2010:262).
Si por oportunidad de libertad, entendemos las condiciones contextuales sociales y naturales que harán posible que cada persona realice su plan racional de vida, entonces el enfoque de la capacidad permite pensar un acuerdo originario de la sociedad en el que el Derecho adquiere un carácter emancipatorio en tanto toma en cuenta, desde el inicio, en las normas constituyentes de ese acuerdo, al conjunto de las singularidades propias de cada integrante de la comunidad, y no sólo las particularidades de ciertos sujetos (‘los normales’, los más ‘capaces’, etc.), tal como pretende el contractualismo tradicional.
Como explica Sen,
“la relevancia de la discapacidad en la comprensión de la privación en el mundo se desestima con frecuencia, y éste puede ser uno de los argumentos más importantes para prestar atención a la perspectiva de la capacidad. Las personas con discapacidades físicas o mentales están no sólo entre los seres humanos más pobres del mundo; son también los más desatendidos. (…) El deterioro de la capacidad de obtener ingresos, que puede calificarse de la ‘desventaja del ingreso’, tiende a reforzarse y magnificarse con el efecto de la “desventaja de la conversión”: la dificultad de convertir ingresos y recursos en buena vida, precisamente debido a la discapacidad.” (Sen, 2010:288).
En efecto, Rawls –que, recordamos, es exponente del neo-contractualismo criticado por Sen- recomendaba correctivos especiales para las ‘necesidades especiales’ como la discapacidad y la desventaja; aun cuando esto no era parte de sus principios de justicia, estas correcciones no llegaban al establecimiento de “la estructura institucional básica” de la sociedad en la “fase constitucional”, sino que aparecía más tarde con ocasión del uso de las instituciones ya establecidas, particularmente en la “fase legislativa.” En este punto, Sen sostiene que “Rawls habla en verdad de la eventual emergencia de provisiones especiales para las necesidades especiales (por ejemplo, para los ciegos o para aquellos que están claramente discapacitados por otras razones) en una fase posterior del despliegue de su historia de la justicia en varias etapas. Este movimiento indica la profunda preocupación de Rawls por la desventaja, pero la forma en que trata este extendido problema tiene un alcance muy limitado. Primero estas correcciones ocurren, si acaso, solo después que la estructura institucional básica ha sido establecida a través de los ‘principios de justicia’ de Rawls: la naturaleza de estas instituciones básicas no está en absoluto influida por tales ‘necesidades especiales’. (Sen, 2010:291)
Lo anterior nos permite reflexionar sobre las condiciones de justicia en la que viven los seres humanos que habitan el actual Estado Democrático Liberal de Derecho. En el contractualismo clásico (representado por Locke, Rousseau, como también por nuestro contemporáneo Rawls) la distinción entre las personas ‘normales’ y las que no lo son plantea una cuestión central ¿es justo diseñar los principios básicos que regirán en la sociedad sin tomar en consideración las discapacidades de las personas, y por lo tanto, excluir a un amplio sector de la sociedad al momento de definir aspectos centrales de su organización? ¿Por qué sólo los/as ‘normales’ son considerados/as en la situación hipotética de la Posición Original, en la que se realiza el pacto originario o fundador, cuando es indiscutible que el ser humano es tal –y por tanto, parte de la sociedad- cualquiera sea la forma del ente? Contrariamente a lo propuesto por la perspectiva rawlsiana, el enfoque de las capacidades, según lo expresa el propio Sen,
“no busca un escenario secuencial y priorizado para el despliegue de una sociedad perfectamente justa. Al centrarse en el mejoramiento de la justicia a través del cambio institucional y de otros cambios, nuestro enfoque, en consecuencia, no relega la cuestión de la conversión y las capacidades a un estatuto de segunda categoría, que sea traído a colación y considerado más tarde. Entender la naturaleza y las fuentes de la privación de capacidades y de la inequidad es, en efecto, esencial para eliminar injusticias manifiestas que puedan ser identificadas mediante razonamiento público, con un buen acuerdo parcial. (Sen, 2010:292).
Es aquí donde se destaca que la ventaja de la perspectiva de la capacidad de Sen y Nussbaum sobre la perspectiva de los recursos de Rawls reside en su relevancia e importancia sustantiva, y no en ninguna promesa de producir una ordenación completa. La perspectiva de la capacidad
“se enfoca en los fines y no en los medios, puede afrontar mejor la discriminación contra los discapacitados, es apropiadamente sensible a las variaciones individuales de la actividad que importa en democracia, y está bien dispuesta para orientar la justa prestación de los servicios públicos, en especial la salud y la educación.”(Anderson, citado en Sen, 2010:293)
Inquietudes finales
El recorrido realizado a lo largo de este trabajo dio cuenta de aspectos teóricos y políticos que consideramos necesario revisar si de Derechos Humanos se trata. ¿Realmente nos interesan estos derechos más allá del plano discursivo? ¿Realmente nos interesa, como sociedad, la participación de todos y todas, y seguiremos dando lugar sólo a la participación de los –supuestamente- ‘más capaces’.
Una razón jurídica que sólo tiene en cuenta el imperio de la Ley y su más conservadora tradición, que no se permite la interpelación de lo propio y que no reflexiona críticamente respecto de sí, seguramente continuará reproduciendo desigualdades y ‘mismidades’, sin dar lugar a que las diferencias humanas (es decir, todo aquello que ‘amenace’ la comodidad de los modelos hegemónicos de ser y estar en el mundo) sean valoradas como lo que de hecho son: genuinamente ‘humanas’.
Mediante la crítica al lenguaje de los derechos y a la razón jurídica, como al mito del Contrato Social y su impacto en la concepción aún vigente sobre los derechos de las personas, no estamos pretendiendo desplazar de nuestras sociedades cualquier signo de regulación, normatización, etc., ya que como sabemos, la vida en sociedad siempre requiere de regularidades que ordenen, permitan proyectar y brinden sentidos compartidos –de alguna u otra manera-, a sus integrantes. Jaramillo Sierra afirma algo que se constituye en auspicioso y potente al momento de pensar en la transformación de nuestras prácticas en pos del pleno goce de los Derechos Humanos por parte de toda la familia humana, sin distinciones que subestimen a algunos/as y sobreestimen a otros/as:
“Las críticas no exigen necesariamente abandonar la categoría de los derechos en la teoría jurídica o en la lucha política. Lo único que revelan es que el discurso de los derechos no tiene los poderes que se le atribuyen. Por esto no son necesariamente paralizantes. Por el contrario, estar por fuera del discurso de los derechos abre posibilidades retóricas y de acción que parecen imposibles o innecesarias dentro de él” (Jaramillo Sierra, 2003:40).
En definitiva, lo que destacamos aquí refiere a la necesidad de trascender la racionalidad técnica y especializada de dichos imperativos, para dar lugar a un lenguaje ético, que parta de la singularidad de cada situación, de cada encuentro con nosotros/as y con los/as otros/as, y que responda en virtud de esas situaciones y encuentros, más que de lo enunciado, de manera universal, por un texto normativo o por una costumbre profesional.
¿Cómo resolver, si es que se puede, las permanentes tensiones entre la herencia, el deber ser, lo dado -por un lado- y lo ‘por venir’, por transformar, por crear y recrear –por el otro-, apegados a una razón jurídica que condiciona constantemente nuestras elecciones? ¿Es posible construir una ética distinta a la del Derecho, una ética sin pretensiones de normativizar lo que cada uno/a ‘debe hacer’ para que cada uno/a simplemente ‘sea’?
El pensamiento de Levinas colabora en este sentido: para este gran filósofo, la ética no debe derivar de una metafísica, de un deber ser establecido que dictamina cómo abordar múltiples situaciones posibles. Responder éticamente implica para este autor ‘comenzar por una ética sin fundamentos’. Es por esto que el ser humano debe, según su pensamiento, hallar su dignidad obedeciendo el mandato ético fundamental de acuerdo a lo que llama ‘responsabilidad infinita’. El a priori no está dado aquí por el ‘deber ser’ sino, precisamente, por lo que en cada caso se inaugura en la relación con el/lo/la otro/a (Putnam, 2004). Desde nuestra perspectiva, la complejidad del fenómeno jurídico y la trama de relaciones, situaciones y discursos que se entrelazan en aquello que el Derecho designa como dignidad de la vida humana, excede largamente los límites de la ciencia del Derecho y del Derecho mismo. Como expresa Bergson (citado en Jankélévitch, 2004:17), “el ojo es desde luego el órgano de la visión, porque sin los ojos no se vería, pero en otro sentido, es un obstáculo para la visión (…) el ojo es una limitación de la visión.” En tal sentido, pretender mirar en toda su complejidad, en toda su profundidad, en toda su trascendencia, la dignidad de la vida humana con los cansados ojos del Derecho, es querer atrapar todo el océano en nuestro puño.