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Los orígenes constitucionales de las desigualdades.

Autor: Ab. Héctor Hugo Gallardo.

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Introducción.

El trabajo que aquí se presenta es producto de una inquietud primordial que habita en mí desde antes de estudiar Derecho: ¿Por qué el Estado de Derecho, que funda la Constitución de la Nación Argentina no terminó con las desigualdades y la injusticia social? El curso “Derecho Constitucional, Derechos Humanos y Derecho Procesal Constitucional”, dirigido por el Dr. Andrés Gil Domínguez en el mes de julio de 2016 en la UBA, me abrió una puerta hacia el vasto camino en la búsqueda de respuestas a aquel interrogante.

A partir del desarrollo de nuevas inquietudes surgidas durante el curso, y luego de la lectura de la obra del Doctor Roberto Gargarella, La sala de máquinas de la Constitución, realizo la siguiente reflexión acerca de lo que, entiendo,  son los orígenes constitucionales de la desigualdad en nuestra sociedad.

Un contexto histórico

La organización de los Estados Nacionales en América Latina comenzó con el proceso independentista de principio del siglo XIX. Así, la organización del Estado argentino se produjo en un contexto regional en el que los pueblos de América rompían con la dependencia política de las metrópolis europeas. Esta organización constitucional, lejos de producirse en un marco de discusión democrática y pacífica, se produjo en medio de sangrientos enfrentamientos entre los diferentes sectores que pugnaban por hacerse con el poder que dejaban vacantes las potencias de Europa.

En los territorios que hoy constituyen la República Argentina los enfrentamientos fueron protagonizados por sectores que, a partir de los intereses que representaban y defendían, tenían diferentes proyectos políticos para la organización del Estado. En Argentina, esos proyectos políticos, sobre todo, el de la llamada Generación del ’37, se tradujeron en proyectos constitucionales que pretendían construir un Estado, con una organización del poder, de las atribuciones de las agencias del gobierno y con un reconocimiento de derechos que hiciera posible la perpetuación de las relaciones de poder y de privilegios que defendían. La Constitución, de esta forma, reconoce un conjunto de Derechos y se establecen determinadas garantías que son parte del complejo ideológico de quienes, a través del ejercicio del poder constituyente, convierten sus propios intereses en bienes jurídicamente protegidos.

En línea con lo mencionado en el párrafo anterior, Alain Supiot, en su obra Homo Juridicus, sostiene que “el derecho (…) es una obra plenamente humana en la que participan (también) quienes se dedican a estudiarlo y que no pueden interpretarlo sin tener en cuenta los valores que transmite. La obra jurídica responde a la necesidad, vital para cualquier sociedad, de compartir un mismo deber-ser que la prevenga de la guerra civil. Las concepciones de justicia evidentemente cambian de una época a otra y de un país a otro, pero la necesidad de una representación común de la justicia en un país y en una época dados no cambia”. (Supiot, 2007:26) Ahora bien, esa representación de justicia y de deber-ser son parte de un acuerdo, pacto o contrato fundante sólo en el nivel de un mito; en los hechos son la imposición, por la fuerza, de los valores de un sector de la sociedad a la totalidad de ella.

Tomando en cuenta lo mencionado en los párrafos anteriores, creo que es posible afirmar, desde una dimensión de lo óntico, que la Constitución es el conjunto de discursos, normas, instituciones y dispositivos con los que los valores de quienes se impusieron por la fuerza en algún momento de la historia, del que es posible practicar una genealogía, ahora constituyen el deber ser de la Nación.

La cuestión ontológica: qué es la Constitución.

En el camino hacia hallar respuestas a la pregunta de por qué la vigencia de la Constitución no terminó con las desigualdades, con la primera pregunta que tropiezo es ¿qué es la Constitución? La pregunta filosófica sobre el ser del ente, creo, en este caso es pertinente para volver inteligibles sus potencias y sus carencias. Buscar respuestas a la pregunta ¿qué es una Constitución? es una cuestión central para luego poder responder, por qué eso que es la Constitución, no alcanza para construir una sociedad igualitaria.

Como la gran mayoría de las constituciones latinoamericanas, la Constitución de la Nación Argentina está organizada en dos partes: la primera, llamada ‘dogmática’, que contiene una lista de derechos atravesados por el principio de la autonomía individual, en los que el derecho a la propiedad privada es la clave central de toda la organización; por el otro lado se encuentra la parte de ‘la organización del poder’ a la que Gargarella (2014) llama “la sala de máquinas de la Constitución”. Allí, los constituyentes, que representaban intereses políticos y económicos, construyeron un sistema de ejercicio del poder, un dispositivo de gobierno, que como veremos más adelante, era refractario a la participación popular y democrática, instalando, de esta manera una desigualdad en el ejercicio de los derechos políticos, que, por transitividad, se trasmite a los derechos económicos y de éstos a los sociales.

Entonces la Constitución tiene una primera parte que es una declaración de principios, una conversión de intereses sectoriales en derechos universales –que incluyen garantías y objetivos- y una segunda parte en la que se organiza el poder circulante  en la sociedad para alcanzar los objetivos y hacer posible los derechos de la primera parte. Esta descripción se asemeja en todo a un programa político. Dadas las características de este trabajo puedo asumir, aunque más no sea de forma provisoria, que la respuesta a la pregunta qué es la Constitución podría formularse afirmando: la Constitución es un programa político.

La contingencia histórica del ente Constitución

Respondimos que el ser del ente Constitución es programa político. El programa político que es la Constitución se produjo en un determinado momento del país, que sólo con el paso de los años, devino ‘histórico’. Así ese programa político creado a partir de las necesidades políticas y económicas del momento y de acuerdo a los intereses en pugna, devino, con el paso de los años, en un programa pétreo, que resiste estoicamente los embates erosivos del paso del tiempo y de sus vaivenes. Quienes fueron protagonistas de esos debates y disputas políticas eran conscientes de la contingencia del momento y de la necesidad de que la Constitución diera cuenta de ese preciso momento histórico y de sus necesidades.

El principal ideólogo de la Constitución Argentina de 1853, Juan Bautista Alberdi, advertía sobre la contingencia del programa político que se ponía en marcha con la sanción de la Constitución; por ello planteaba en sus Bases “que el constitucionalismo debía asumir una mayor modestia: en lugar de plantearse, de una vez y para siempre, cómo debía organizarse la sociedad, lo que el constitucionalismo debía hacer, en su opinión, era plantearse cómo resolver los ‘problemas del tiempo’, es decir, identificar ciertos ‘dramas’ o ‘angustias’ capaces de marcar una época, y plantear respuestas posibles, desde el derecho, frente a ellos” (Gargarella, 2014:19).

Toda Constitución es política

En los procesos de organización constitucional que se abrieron a partir de la independencia política de las ex-colonias españolas, la disputa por imponer diferentes proyectos políticos en los Estados que se estaban organizando dio lugar, según Roberto Gargarella (2014), a la aparición de, por lo menos, tres corrientes diferentes del  pensamiento constitucional en nuestra región. “Una que tendió a reivindicar el ideal del autogobierno, aún en sacrificio del ideal de la autonomía individual (el republicanismo); otra que privilegió el ideal de la autonomía individual, aún a costa de establecer fuertes limitaciones sobre el ideal de autogobierno (liberalismo); y una tercera, que en pos de ciertos valores supraindividuales y extracomunitarios, aceptó desafiar ambos ideales (el conservadurismo).” (Gargarella, 2014:22) Me parece fundamental destacar la coexistencia de, por lo menos, tres proyectos constitucionales diferentes ya que esto contrasta con una visión, hoy hegemónica, en cierto modo fatalista, que sostiene que no hay  en el ‘mundo de lo pensable’ del constitucionalismo otros programas políticos,  imaginables o concebibles para organizar una sociedad igualitaria, democrática y con justicia social. Así vemos que, desde principios del siglo XIX, existieron proyectos alternativos del constitucionalismo, lo que es demostrativo del hecho de que el proyecto que se impone en Argentina desde 1853 no es el único posible o imaginable.

La Constitución Argentina es una síntesis forjada por la Generación del ’37 de las corrientes liberales y conservadoras mencionadas más arriba. En la historia de las ideas suele llamarse Generación del ’37 a la “generación de publicistas y hombres de Estado que alcanzó la mayoría de edad en la década de 1830 (y que) constituyó en la historia argentina el primer movimiento intelectual con un propósito de transformación cultural totalizador, centrado en la necesidad de constituir una identidad nacional.” (Myers, 1998: 383) Los referentes de esta Generación eran liberales en lo económico, y conservadores desde el punto de vista de los derechos políticos. Ese rasgo conservador de la Constitución  es la forma en que la Generación del ’37 imaginaba al pueblo que se iba a organizar  a partir de su vigencia y a cómo se ejercía la representación de ese pueblo soberano, es decir, cómo se traducía el poder soberano del pueblo en mecanismos de poder. José Luis Romero caracteriza de la siguiente forma la matriz de pensamiento de la Generación del ’37: “si la observación de la realidad y el afán de determinar una política eficaz llevaron a los jóvenes ilustrados de 1837 a reconocer la importancia que habían tenido las masas, nada pudo impedir que se mantuviera cierto desdén aristocrático por el pueblo, traducido en la opinión, harto generalizada, de que era necesario reducir para el futuro la influencia que ejercía sobre la vida política.” (Romero, 1996:143)

Esteban Echeverría, miembro destacado de la Generación del ’37 que tenía fuertes reparos frente al mayoritarismo y el autogobierno popular, era partidario de una limitación a la participación democrática universal e indiscriminda. Así sostenía que el gobierno de la República no podía quedar en manos de la voluntad general, en defensa de esta forma de concebir la vida republicana  sostenía que “la razón colectiva sólo es soberana, no la voluntad colectiva. La voluntad es ciega, caprichosa, irracional: la voluntad quiere, la razón examina, pesa y se decide. La democracia, pues, no es el despotismo absoluto de las masas, ni de las mayorías; es el régimen de la razón”. (Echeverría, en Gargarella, 2014:60) Esta cita contribuye a advertir el marco ideológico en que emergió la Constitución, que, con algunas modificaciones en la parte dogmática, sigue vigente en la República Argentina del siglo XXI.

Como explica Gargarella, los  principales juristas latinoamericanos del primer constitucionalismo latinoamericano– tales como el mexicano José María Luis Mora, el colombiano José María Samper, el venezolano-chileno Andrés Bello, y el argentino Juan Bautista Alberdi- tenían una “mirada muy restrictiva sobre los derechos políticos, vinculada con el énfasis extra en la defensa de los derechos de la propiedad: una actitud que los llevará (a ellos, como a buena parte de la dirigencia liberal-conservadora de la época) a vincular ambos derechos, tomando a la propiedad como indicativa de un compromiso efectivo con los intereses nacionales” (Gargarella, 2014:63). En este marco los habitantes que no eran propietarios y que eran ‘ignorantes’, no sólo no eran considerados a la hora de ejercer el derecho a elegir sus representantes sino que, además, eran dejados fuera de la ‘sala de máquinas’ de la Constitución, que tenía clausurada la entrada a quienes no pertenecieran a la ‘clase ilustrada.’

Por su parte José Luis Romero da un ejemplo de esta forma de ver el proceso constitucional por parte de la Generación del ’37 con las palabras de Echeverría, quien sostenía, en referencia a los revolucionarios de mayo, que “necesitaban al pueblo para despejar de enemigos el acampo donde debía germinar la semilla de la libertad, y lo declararon soberano sin límites… Pero estando de hecho el pueblo, después de haber pulverizado a los tiranos, en posesión de la soberanía, era difícil ponerle coto (…) El principio de omnipotencia de las masas debió producir todos los desastres que ha producido, y acabar con la sanción y el establecimiento del despotismo.” (Echevería, en Romero 1996) Este análisis, producto de la contingencia histórica en el que fue hecho, es el que formateó lo que Roberto Gargarella llama ‘sala de máquinas’ de la Constitución.

Ningún ente surge de la nada o el Contrato Social y la Constitución

Respondida la pregunta sobre qué es la Constitución, aparece inmediatamente la pregunta sobre el origen. ¿Por qué es posible que exista una Constitución? A partir de lecturas previas al curso y de las inquietudes que allí me llevaron a reflexionar sobre el punto creo que puedo responder a este interrogante diciendo: la Constitución es posible porque el mito creado a partir de la idea de Contrato Social le da un sustento ideológico y cultural. El mito del Contrato Social, es la fuente teórica-ideológica de la emana el conjunto de discursos y normas que conforman y regulan el Estado de Derecho fundado a partir de la puesta en vigencia de la Constitución la Nación Argentina en el año1853.

Nuestra Constitución, como es sabido, tuvo una fuerte influencia de la constitución de los Estados Unidos. Los constitucionalistas del país del norte que publicaban sus ideas en el célebre El Federalista sostenían la idea del contrato social como una de las piedras angulares en la construcción de los discursos a favor de la República organizada por medio de la Constitución.  “El Contrato Social y los artículos en defensa de la Constitución americana tienen varios puntos de contacto, comenzando por el hecho de que Rousseau y los autores de El Federalista tenían en común un objetivo fundamental: la búsqueda del establecimiento de una soberanía inmanente (…), o sea, de una soberanía que nazca del propio pueblo y no que descienda sobre él a partir de alguna autoridad exógena.” (Singer, en Borón et al. 2002:53) En ambos casos las leyes que reglamentan la vida de los hombres en la República sólo son legítimas en la medida que expresen la voluntad general y la soberanía popular, que se manifiestan a través del voto de cada uno de los hombres libres que conforman la sociedad civil.

El llamado constitucionalismo es “un proceso político-jurídico que, en su versión inicial, a partir del siglo XVIII, tuvo por objetivo establecer en cada Estado un documento legal –la constitución- (…) el movimiento constitucionalista procuró así racionalizar el poder político, creando la imagen de la nomocracia o gobierno de ley” (Sagües, 2001:3). Desde el punto de vista del contractualismo, la Constitución Nacional es la fenomenalización del Contrato Social original. Legitimados, en la teoría, por la idea del Contrato Social, quienes ejercen el Poder Constituyente seleccionan un conjunto de valores, que se traducirán, por ese ejercicio de poder, en bienes jurídicos defendibles por la fuerza delegada por la comunidad en el Estado. Así los intereses devienen derechos.

El aporte del contractualismo al movimiento constitucionalista, según Sagüés, puede rastrearse en el pensamiento de Hobbes quien aporta la idea de “la sociedad posesiva de mercado. Una sociedad civilizada será aquella que sustituya el apetito primitivo de destrucción de todo hombre hacia su semejante, por el de acumulación ilimitada de riqueza. En este marco de ideas “justo es lo que los individuos pactan libremente. Al Estado le toca velar por el cumplimiento de los contratos.” (Sagües, 2002:6) A su turno Locke, otro autor fundamental del contractualismo, subraya la existencia de los derechos naturales de los hombres; previos a la existencia del Estado, que existe, esencialmente, para asegurar a cada uno su propiedad. Por su parte, Rousseau aporta la idea de la voluntad general como fundamento de la soberanía que ejerce el Estado y la legitimidad de las leyes generales. Como podemos apreciar estos tres aportes son elementos fundamentales en el andamiaje teórico de las constituciones de Estados Unidos, como también de la República Argentina.

En este apartado intentaré hacer una breve genealogía del proceso histórico que desembocó en la sanción de la Constitución de la Nación Argentina. Este breve repaso histórico nos permitirá ver cómo, con el discurso del contractualismo y del constitucionalismo democrático, se impusieron los valores de una facción de la sociedad rioplatense del siglo XIX sobre otros sectores. Estos últimos, no sólo fueron excluidos del acuerdo constituyente si no que, además (y primordialmente), fueron dejados fuera del proyecto constitucional. Aquí puede buscarse el germen de las desigualdades por las que nos preguntamos en este trabajo.

Para comenzar esta breve retrospectiva sobre el proceso constitucional argentino hemos elegido un momento determinado: la batalla de Caseros. En esta Batalla, que tuvo lugar el 3 de febrero de 1852, el ejército de la Confederación Argentina, comandado por Juan Manuel de Rosas, Gobernador de la Provincia de Buenos Aires y Encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, se enfrentó al llamado Ejército Grande -integrado por tropas de Brasil, Uruguay y las provincias de Entre Ríos y Corrientes- liderado por el gobernador de Entre Ríos Justo José de Urquiza. El entrerriano se había sublevado contra Rosas el 1 de mayo de 1851, día en el que lanzó el llamado ‘Pronunciamiento de Urquiza’. Urquiza levantaba la bandera de la Constitución, Rosas sostenía que no era el momento histórico para su sanción. La guerra continuó a la política en la solución del diferendo sobre la organización política de lo que hoy es Argentina.

La batalla en la que más hombres participaron en toda Sudamérica hasta el presente, culminó con la victoria del Ejército Grande y la derrota de Rosas, quien, ese mismo día, renunció al gobierno de la provincia de Buenos Aires y se refugió, paradoja de la historia, en la legación inglesa. Urquiza quedó dueño de la situación política de la Confederación y de la provincia de Buenos Aires. Una de las primeras medidas que tomó Urquiza para encaminar el proceso constitucional fue la concreción de los llamados Protocolos de Palermo firmados el 6 de abril de 1852, con los muertos de Caseros aún sin sepultar.

Urquiza “hace firmar en la Residencia de Palermo un documento a Virasoro, Vicente López (Gobernador de Buenos Aires impuesto por Urquiza), Leiva y también lo hace él. Se entendía que los cuatro representaban a Corrientes, Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos. Leiva no tiene los poderes ni instrucciones de ninguna clase, pero le dan sub sperati.[1] Virasoro –que además de jefe de estado mayor de Urquiza es gobernador titular de Corrientes- viola abiertamente la constitución de su provincia al firmar un pacto sin consentimiento del congreso provincial y sin reasumir el gobierno que había delegado.”(Rosa, 1970: 25) Como consecuencia de los Protocolos de Palermo se otorga a Urquiza el encargo de las relaciones exteriores de la Confederación. Por medio de este Protocolo se revivía la Comisión Representativa del Pacto Federal, la cual debía “invitar a todas las provincias “de la república cuando estén en plena libertad y tranquilidad a (…) que por medio de un Congreso General Federativo se arregle la administración general del país bajo el sistema federal.” Luego de abandonar la idea de la convocatoria a la Comisión Representativa del Pacto Federal  Urquiza decidió, dos días después de firmados los Protocolos -10 de mayo-, convocar a los Gobernadores de todas las provincias a una reunión a celebrarse en San Nicolás. Se circuló la invitación a los Gobernadores para hacerse presentes el 20 de mayo en la ciudad. Es oportuno mencionar que esta fecha habla de la urgencia y premura que inspiraban las decisiones, ya que en aquellos tiempos los viajes al lugar de la cita desde Jujuy o Salta podían durar meses. Afirmación que se refuerza con el dato de que varios de los gobernadores que comprometieron su asistencia no llegaron a firmar el Acuerdo de San Nicolás por encontrarse en pleno viaje.

Reunidos los Gobernadores en San Nicolás, firman el Acuerdo que lleva el nombre de la ciudad por el que se le otorga a Urquiza el título de Director de la República Argentina y por el que se convoca a un Congreso General Constituyente al que concurrirían dos diputados por provincia.[2] El Congreso tendría por objeto “arreglar (…) la Administración General del país bajo el sistema federal, su comercio interior y exterior, su navegación, el cobro y distribución de las rentas generales, el pago de la deuda de la República, consultando del mejor modo posible la seguridad y engrandecimiento de la República su crédito interior y exterior y la soberanía, libertad e independencia de cada una de las provincias.”[3]

Hasta aquí, lo que vemos es que una de las facciones en pugna el, por así llamarlo, Urquizismo, en alianza con sectores liberales de la sociedad argentina y con potencias extrajeras se impuso a otra facción, el Rosismo. Estos defendían la idea de que no era el momento de dictar una constitución escrita de carácter liberal y defendían la exclusividad de la navegación de los ríos interiores a los buques con bandera de la Confederación; mientras que aquellos, defendían la libre navegación de los ríos interiores y la necesidad de dictar una constitución que organizara una sociedad de carácter liberal siguiendo el modelo norteamericano y europeo.

Esteban Echeverría, caracterizado miembro de la Generación del ’37, enemiga declarada del Rosas describía la situación política y social de aquel momento del siglo XIX de la siguiente forma: “puede decirse que en el año 29 comenzó la guerra social, es decir, la guerra entre dos principios opuestos: entre el principio del progreso, asociación y libertad, y el principio antisocial y anárquico de statu quo, ignorancia y tiranía. Ambos aspiraban al poder y a la iniciativa social, y ahí nació la lucha que aún nos despedaza.” (Romero, 1996:140) Los triunfadores impusieron, por las armas, sus principios a los vencidos, no sin antes exterminar, a degüello, a varios miles de ellos.

Retomando la cuestión del Contrato Social y cómo los hombres delegan su soberanía en el Estado a través de sus representantes, examinemos el artículo 7 del Acuerdo de San Nicolás y las recomendaciones que (se) hacían los gobernadores firmantes para la elección de los constituyentes. Allí, en la última parte, se hace referencia a cómo deben ser elegidos los constituyentes de las respectivas provincias “los infrascritos (los gobernadores) usarán de todos los medios para infundir y recomendar estos principios y emplearán toda su influencia legítima a fin de que los ciudadanos elijan a los hombres de más probidad y de un patriotismo más puro e inteligente.”  Si tomamos en cuenta el contexto social y político en el que los gobernadores debían hacer jugar su influencia en la elección de los representantes del pueblo de sus provincias, la posibilidad de que fueran elegidos democráticamente se aleja tanto como se aleja el horizonte cuando se camina hacia él. Como vemos, y como ya lo demostrara Rousseau en su Contrato Social, República y Democracia no están inescindiblemente unidas.

Siguiendo las recomendaciones del artículo 7 del Acuerdo de San Nicolás, los gobernadores eligieron a los representantes provinciales por medio de elecciones fraudulentas, en unos casos o por su índice señalador o, como en los casos de San Luis y La Rioja, directamente enviaron los diplomas en blanco para que Urquiza pusiera los nombres.

“El Congreso de 1852 nacía verdaderamente de la voluntad y elección de los gobernadores de las provincias guardianes de las libertades públicas como los llamó Urquiza (…) Algunos gobernadores, los mejores afirmados, propusieron a paisanos de prestigio lugareño prefiriéndolos de título académico o estado eclesiástico; otros, para congraciarse con el nuevo orden de cosas o porque no tendrían interés en el congreso, mandaron a Urquiza poco menos que las actas en blanco. Los demás (…) sí complacieron al Libertador (Urquiza) designando a sus amigos, por lo menos lograron que fueran nativos de la provincia.” (Rosa, 1970:51) Se puede advertir, en este punto, que se produce un desfasaje entre el discurso de la delegación del poder por parte del pueblo en sus representantes y la forma en cómo esta delegación se produce en los hechos.

Terminaremos esta breve retrospectiva del proceso constitucional, mencionando que, luego de diez febriles jornadas en los que la Convención Constituyente se reunió en pleno,   el 1 de mayo de 1853 fue sancionada en la ciudad de Santa Fe la Constitución de la Nación Argentina. Como lo sostuvo el Convencional Constituyente y principal redactor del texto constitucional José Benjamín Gorostiaga, ésta fue “vaciada en el molde de los Estados Unidos”.  Afirmación ratificada por otro de sus redactores, Juan María Gutiérrez, en la minuta de declaración del 3 de mayo de 1853 quien sostuvo que la Constitución fue “tomada de Norteamérica, una federación digna de ser copiada.” (Rosa, 1970:116)

Por un lado, la Convención Constituyente surgió de un ‘acuerdo’ impuesto por Urquiza a los vencidos y a los circunstanciales aliados. Por otro lado la elección de los convencionales constituyentes fue un ejercicio del poder del vencedor que impuso, en todas las provincias que participaron de la Convención, su voluntad en la selección de los representantes provinciales lo cual niega su origen republicano y democrático.

Un escenario como el descripto en el párrafo anterior puede considerarse una muestra empírica de la inversión del teorema de Carl Philipp von Clausewitz propuesta por Michel Foucault. El clásico teorema del militar prusiano afirmaba que “la guerra es la mera continuación de la política por otros medios (y que) la guerra no es otra cosa que (…) un acto de fuerza para imponer nuestra voluntad al adversario.”(Clasewitz, 2005:31) Para Foucault, contrariamente, si el poder político detiene la guerra mediante medidas tendientes a mantener la paz en la sociedad civil, no lo hace para suspender sus efectos ni para neutralizar el desequilibrio sino que “el poder político, en esta hipótesis, tiene de hecho el papel de inscribir perpetuamente, a través de una especie de guerra silenciosa, la relación de fuerzas en las instituciones, en las desigualdades económicas, en el lenguaje, hasta en los cuerpos de unos y otros.” (Foucault, 1996: 24) Entonces si los vencedores impusieron sus valores y sus intereses a los vencidos y esa imposición de valores dio lugar a la Constitución y si la Constitución es el programa político de los vencedores no es imposible deducir que las desigualdades son un producto programado de la Constitución.

Reflexiones finales

Tomando en cuenta lo hasta aquí expuesto, para a partir de ello, trazar nuevos caminos de investigación y estudio, se puede afirmar que la Constitución de la Nación Argentina es un programa político, originado en el mito del Contrato Social, y que allí se conciben al ser humano y a la sociedad con unas características determinadas y específicas, pero esa forma de concebirlos es sólo una de las formas posibles. También es posible afirmar que esa concepción está determinada por una realidad político-social histórica anterior y geográficamente particular diferente a la realidad política, social e histórica del siglo XXI en América del Sur. Aquí se hace visible la necesidad de construcción de un sistema de ideas que, sin negar el valor histórico del contractualismo clásico y del constitucionalismo, permitan imaginar nuevos acuerdos, nuevos pactos en los que fundar la sociedad, que excedan los límites del contrato y la lógica de la contraprestación mutua.

La reflexión que aquí se ofrece, luego del recorrido intelectual trazado, está hecha en un mundo en el que la producción agrícola mundial es suficiente para alimentar al doble de la población mundial y en el que la cifra de personas que pasan hambre se ha incrementado en más de 1.000 millones durante los últimos 3 años.[4] Es decir que el Estado de Derecho está en condiciones materiales de terminar con la desigualdad. Sin embargo, aquella promesa constitucional y de la escuela del Contrato Social siguen siendo reproductoras y fijadoras de las desigualdades que el discurso constitucional sostenía que iba a erradicar. Las desigualdades sociales constituyen la característica saliente de las democracias occidentales y de la sociedad argentina en particular. Como vimos las teorías del Contrato Social, si bien con matices, radican la soberanía en el pueblo. De este modo, la soberanía, deja de ser un atributo de origen divino, característico de los regímenes monárquicos absolutistas en conflicto con el cual surgió. Esto permitió dar un fundamento filosófico a las constituciones que serían la ley suprema de los Estados de Derecho que se desarrollarían en los territorios emancipados en América Latina.

Tal como vimos al repasar el proceso constitucional que dio origen a la Constitución de la Nación Argentina, aunque con modificaciones, vigente  desde 1853, su sanción no fue producto del consenso del conjunto de la comunidad que el texto regularía. Los hechos históricos nos muestran que la Constitución fue el plan y la obra de un sector de la sociedad que impuso por la fuerza sus intereses a sus oponentes. Mediante su sanción y posterior aplicación los intereses devinieron derechos. El Contrato Social propuesto por los pensadores europeos y replicado por los pensadores autóctonos de la Generación del ’37 concebía su teoría de acuerdo a sus modelos de pensamiento, a lo que su gramática les permitía intelegir con los datos y la experiencia de un momento histórico en una sociedad determinada y geográficamente ubicable.

Como vimos los pensadores del Contrato Social y los constituyentes tenían un modelo teórico del pueblo que necesitaba la nación que sería constituida. Era un pueblo que debía reunir determinadas características, y el resto, los que no respondieran a ese imaginario, debían ser excluidos, reemplazados o reeducados. Una evidencia empírica de esta última afirmación se encuentra en el artículo 25 de la Constitución Nacional el que comienza diciendo que “el Gobierno Federal fomentará la inmigración europea.” Es decir, que los constituyentes, siguiendo a J.B. Alberdi y sus Bases, tuvieron en mente al modelo de ciudadano europeo anglosajón: adulto, blanco, cristiano, productivo, racional, egoísta. La Constitución realiza un tejido de ideas e instituciones que dan lugar a -y perpetúan- las desigualdades para luego, como en una especie de palimpsesto normativo, producir un conjunto de políticas y discursos de inclusión para las minorías y los excluidos.

La vigencia y jerarquía constitucional de los tratados internacionales de Derechos Humanos, la vigencia del Estado de Derecho, y la vigencia de las constituciones no han logrado desarmar los andamios de la desigualdad. La sanción de un sin número de tratados internacionales y de leyes locales reconociendo derechos a las personas no fueron -como lo demuestran las crónicas diarias- vehículo de paz entre los pueblos y, peor aún, tampoco fueron instrumento para reducir las desigualdades sociales, como en la teoría constitucional se pretendía.

Luego de nuestro recorrido intelectual he aquí una respuesta a nuestro primer interrogante ¿por qué el estado de Derecho que funda la Constitución de la Nación Argentina no terminó con las desigualdades?: porque la Constitución, fue pensada por y para personas/sectores sociales que, más que buscar el bienestar general declamado en el discurso de las normas, buscaron defender intereses propios, acompañados de teorías universalistas y discursos universalizantes.

Podemos afirmar, con sustento en el trabajo realizado, que existe un discurso del derecho, del poder, que dice “esta es la verdad para todos” aunque en verdad está pensada sólo para el grupo de los ‘incluidos’, los ‘normales’, los ‘propietarios’, que no son otros que los hombres, adultos, blancos, europeos, siempre racionales y productivos que, con la gramática del discurso científico, disfrazaron de verdad universal determinados intereses y privilegios en detrimento de otros, identificados como ‘sujetos de control’, ‘nacionalización’, ‘conquista’ y ‘sometimiento’. Así, los intereses de algunos sectores se constituyeron en derechos a defender por el Estado Democrático de Derecho.

Si después de 150 años de vigencia de este acuerdo hipotético que supone la idea de Contrato Social materializada en la Constitución de la Nación Argentina el resultado es que para incluir hay que dictar normas y más normas, que no generarán el correlato social que debe tener toda ley, pero que cumplirán con el objetivo de proveer un discurso normativo que se integre al existente llenando los silencios que generan injusticias, quizá debiéramos explorar otras formas alternativas al Contrato Social, otro tipo de acuerdo epistémico que deje de lado la idea de la satisfacción mutua de intereses diversos que supone la idea de contrato.

Es aquí donde la idea de herencia enunciada por Derrida es útil para nuestra reflexión final. Esta idea supone aceptar el legado de las generaciones anteriores, respetarlo y considerarlo con ‘amorocidad’. Pero al mismo tiempo exige que sea cuestionado para que, al acoger la herencia, ésta pueda ser resignificada por parte de las nuevas generaciones en pos de nuevos horizontes. “Siempre hay un momento que declaro, con la mayor sinceridad, la admiración, la deuda, el reconocimiento y la necesidad de ser fiel a la herencia para reinterpretarla y reafirmarla interminablemente.”[5] Así, celebrando la vigencia de la Constitución de la Nación Argentina, celebrando la vida en el Estado de Derecho, pero, a la vez, interpelándolos y admitiendo que el mito del Contrato Social fue efectivo en cuanto a darles un fundamento filosófico, debemos aceptar esa herencia de las generaciones anteriores y, ahora, acá, resignificarla y hacerla propia, de acuerdo a este tiempo y este pueblo. Por ello destacamos su valor e importancia histórica en el camino hacia el bienestar general de la humanidad y la generación de la justicia social. Pero, al mismo tiempo, señalamos que es necesario reinventar no sólo la sala de máquinas de la Constitución sino el conjunto del dispositivo, el ingenio, el constructo cultural que es la Constitución a la luz del siglo XXI, y salir de los planteos hipotéticos que fueron útiles cuando, en los siglos XVII, XVIII y XIX, no existía una experiencia histórica que sirviera como sustrato donde germinaran la Democracia y la República. En este sentido hemos visto que pensar el Contrato Social con una mirada sesgada -con pretensiones de neutralidad- sobre cómo son y cómo deben ser los seres humanos abre la puerta a las desigualdades que luego, mediante medidas focalizadas, se pretende superar con un inexorable desenlace de fracaso que una medida focalizada tiene frente a una cuestión sistémica.

Creo que es necesario interpelar a la Constitución a partir de un punto de partida que tenga en cuenta la herencia y las condiciones actuales de la sociedad. Allí sería útil invertir la propuesta de John Rawls de organizar a la sociedad a partir de una Posición Original (Rawls:2012), de corte hipotético y teórico para fundar el nuevo acuerdo constituyente en una Posición No Original. Esto desde el punto de vista metodológico es ventajoso en tanto permite pensar la sociedad desde su estado actual y, desde este lugar, proponer nuevos caminos para alcanzar los acuerdos constituyentes que rompan con las desigualdades.

La democracia, que necesita el estado de Derecho supone, para ser igualitario, poner en juego los intereses de todas las partes, mediante el ejercicio de la discusión y la toma de decisiones democráticas. Salir del campo del pensamiento intuitivo, del estilo de los contractualistas y la Generación del ´37, para ejercer una praxis nueva en el campo de la filosofía política y el constitucionalismo, puede habilitar la generación de condiciones de capacidad para construir un conocimiento válido a fin de tender el puente entre la  teoría de la justicia social y la vida que viven los seres humanos en la sociedad organizada. Un nuevo Acuerdo Constituyente en el que la participación democrática sea la clave para que todos los actores sociales estén representados donde la única condición para ser Parte sea la renuncia a todo privilegio. Allí, en la sociedad organizada con esta condición, las desigualdades encontrarán un dique de contención en una Constitución en la que los soberanos, ‘el pueblo’ sin restricciones, no sólo  mueva las palancas en la sala de máquinas de la Constitución, sino que, construya la máquina y la conduzca hacia su objetivo.

El camino que aquí queda planteado no es utópico, pero sí requiere del profundo cuestionamiento de la herencia recibida de las generaciones que nos precedieron; así como ellas imaginaron un mundo diferente al establecido por el statu quo de las monarquías absolutas, nosotros podemos imaginar y construir la sociedad en que democracia política y democracia social sean una y la misma cosa. Una alegoría que puede dar una idea de nuestra propuesta: es necesario cambiar la interface que une instituciones analógicas provenientes del siglo XIX con la sociedad digital del siglo XXI y los siglos venideros.

 

BIBLIOGRAFIA

  • Clausewitz, K. von. De la guerra. Buenos Aires: Agebe-Terramar. 2005.
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[1] Término diplomático para suplir la falta de poderes.

[2] Artículo 5 del Acuerdo de San Nicolás

[3] Artículo 2 del Acuerdo de San Nicolás

[4]Acción Contra el Hambre. Disponible: http://www.accioncontraelhambre.org/area_actuacion.php

[5] Skliar C., Frigerio G. Huellas de Derrida. Buenos Aires: Del Estante Editorial. 2005. p.18.