I. Introducción
En el presente trabajo realizaremos un análisis sobre la influencia que tuvo y tiene la sanción y entrada en vigor de la Convención Sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD) en nuestro bloque de constitucionalidad. Haremos un breve repaso de los principios salientes de la Convención, la pondremos en el contexto del sistema internacional de Derechos Humanos. Luego veremos cómo el paradigma social de la discapacidad que sostiene la Convención interpela la idea de Contrato Social, mito fundador las Democracias Constitucionales Occidentales, entre ellas la República Argentina. Por último, revisaremos algunos ejemplos de la jurisprudencia de nuestro país, lo que nos permitirá visualizar cómo el mito fundador del Contrato Social se representa en un rito en el que tanto funcionarios como justiciables son sus reproductores.
Así, analizaremos la relación intersubjetiva entre el juez y los justiciables, que se desarrolla en una doble dimensión. Una, la institucional, en la que se ajustan a un rol y a un sistema codificado de normas generales y futuras que deben interpretarse a la luz de los hechos que se puedan probar en el marco de ese sistema normativo. Esa decisión razonada del Juez impactará de forma concreta en la vida del justiciable, sujeto, ser humano destinatario de esa decisión. La otra dimensión encontrará dos seres humanos con historias personales, con pasados propios, con saberes propios, productos de una cultura, con un lenguaje, que, si bien es común, está lleno de zonas obscuras para ambos.
En ese encuentro que los concierne, tanto al juez como al justiciable, el Derecho se inscribirá en el cuerpo del ser humano a través de la sentencia del juez. Si la cuestión a resolver es sobre la capacidad de una persona humana, la antropología nos ofrece conceptos como mito, ritual, estigma para analizar en profundidad el fenómeno social puesto en marcha. El pretenso incapazincorporará a su patrimonio la sentencia del juez que le reconoce o no la capacidad de ejercer sus derechos. Luego de esto el Derecho no tiene nada más que decir. La verificación de la vida digna del ser humano que reconoce y propugna el Derecho se da a nivel antropológico/sociológico. Allí podemos encontrar los límites del Derecho como herramienta para construir una sociedad en la que no exista la exclusión de ningún tipo.
Si bien nuestro abordaje parte de la ciencia del Derecho, somos Abogados, reconocemos que, como sostiene el filósofo Bergson citado por Jankelevitch “el ojo es desde luego el órgano de la visión, porque sin los ojos no se vería, pero en otro sentido, es un obstáculo para la visión (…) el ojo es una limitación de la visión.” Extrapolando esta idea a nuestra disciplina, el Derecho, diremos que pretender comprender en toda su complejidad, en toda su profundidad, en toda su trascendencia la dignidad de la vida humana con los cansados ojos del Derecho es, quizá, una quimera metodológica. Hecha esta aclaración, necesaria, por cierto, retomaremos la reflexión ética y filosófica sobre la dignidad de la vida de la persona humana.
II. Los Derechos Humanos y las condiciones de capacidad para su goce.
El proceso de positivización de los Derechos Humanos en Declaraciones, Tratados y Convenciones internacionales, cuya última expresión, hasta el momento, es la CDPD, fue promovido por las potencias triunfadoras de la Segunda Guerra Mundial, luego del extermino de setenta millones de vidas humanas, la mayoría civiles. Estos Tratados, desde el punto de vista histórico, son el producto de la imposición por las armas de unos principios y valores, que se presentan como universales, pero, en los hechos históricos, nos remiten a la inversión de la tesis de Clausewitz,propuesta por Michel Faulcault, que plantea que la política es la continuación de la guerra por otros medios.
“La inversión de la tesis de Clausewitz quiere decir (…) que las relaciones de poder que funcionan en una sociedad como la nuestra se injertan esencialmente en una relación de fuerzas establecida en un determinado momento, históricamente precisable, de la guerra. Y si es verdad que el poder político detiene la guerra, hace reinar o intenta hacer reinar una paz en la sociedad civil, no es para suspender los efectos de la guerra ni para neutralizar el desequilibrio que se manifestó en la batalla final. El poder político, en esta hipótesis, tiene de hecho el papel de inscribir perpetuamente, a través de una especie de guerra silenciosa, la relación de fuerzas en las instituciones, en las desigualdades económicas, en el lenguaje, hasta en los cuerpos de unos y otros (…) Definir la política como la guerra continuada con otros medios significa creer que la política es la sanción y el mantenimiento del desequilibrio de las fuerzas que se manifestaron en la guerra.”
Según puede leerse en el sitio web oficial de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH) fue “definida como el “ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse”, fue adoptada el 10 de diciembre de 1948 por la Asamblea General. Sus treinta artículos enumeran los derechos civiles, culturales, económicos, políticos y sociales básicos con los que deberían contar todos los seres humanos del mundo. Las disposiciones de la Declaración Universal se consideran normas de derecho consuetudinario internacional por su amplia aceptación y por servir de modelo para medir la conducta de los Estados.”
La DUDH no sólo es el inicio cronológico del Sistema Internacional de Derechos Humanos, sino que, además, es la piedra basal sobre la que se construye el resto de los Pactos y Tratados internacionales en la materia y el derecho de los Estados que la subscribieron. En su preámbulo proclama “que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana.” Por su parte, el Artículo 1 establece que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.” A continuación, el Artículo 2 expresa que “toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición.” Nos interesa, en este punto, resaltar que la Declaración pone especial atención en no distinguir las condiciones en que la vida humana se manifiesta para que los individuos gocen de los derechos en ella reconocidos.
En línea con la DUDH, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales plantea, en su preámbulo, que “no puede realizarse el ideal del ser humano libre en el disfrute de las libertades civiles y políticas y liberado del temor y de la miseria, a menos que se creen condiciones que permitan a cada persona gozar de sus derechos civiles y políticos.” En estas palabras podemos apreciar que los Estados se comprometen a generar las condiciones para que todas las personas humanas -no se hace distinción alguna respecto de las condiciones físicas o mentales- gocen de los beneficios de las libertades civiles, políticas y sociales. Existen condiciones sociales y contextuales para el goce de los derechos que, necesariamente, que son Derechos Humanos de las personas más allá de las circunstancias individuales en las que se encuentren.
La Convención
En este contexto debemos encuadrar a la CDPD, se trata de la primera Convención de Derechos Humanos de este milenio. Fue aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 13 de diciembre de 2006 y es la primera que se abre a la firma de las organizaciones regionales de integración. La nota saliente en cuanto a los principios en los que se funda es que se pasa del paradigma médico rehabilitador al llamado paradigma social de la discapacidad. La CDPCD “es un instrumento vinculante de protección específico que asume el modelo social de discapacidad, al entender que ésta resulta de la interacción entre las personas y las barreras originadas en las actitudes y el entorno en el que se encuentran inmersas.”
El primer párrafo del artículo 1 de la CDPD se afirma que el objetivo de la misma es “promover, proteger y asegurar el goce pleno y en condiciones de igualdad de todos los derechos humanos y libertades fundamentales por todas las personas con discapacidad, y promover el respeto de su dignidad inherente.” Según Rosales “tres verbos (son los) que definen la progresividad y la publicidad de estos derechos (que no pueden reducirse ni limitarse), la obligación de amparar, promover y defender estos derechos por parte del Estado y, sobre todo, asegurar el efectivo cumplimiento de los mismos y no su mera declaración.”
La jerarquía constitucional de la CDPD, otorgada por la Ley 27.044, que la pone en un lugar de prelación en el Derecho vigente abre el interrogante ¿Por qué si las personas con discapacidad son parte de la sociedad, se dictan normas específicas reconociéndoles derechos que ya tienen reconocidos -como todos los miembros de la familia humana- en la Constitución y en la Carta Internacional de los Derechos Humanos?
Saludamos y celebramos la existencia de los Tratados Internacionales de Derechos Humanos, pero, al mismo tiempo, nos preguntamos ¿por qué el Estado Liberal Democrático de Derecho no genera el bienestar general para todos y todas que tiene como fin y razón de existencia? ¿Por qué las leyes de la Democracia Constitucional Occidental realmente existente no alcanzaron en, por lo menos, los últimos 200 años para disminuir las desigualdades socio-económicas que generan condiciones de existencia indigna a la mayoría de las personas con discapacidad? ¿Por qué los Estados Democráticos del mundo deben generar instrumentos jurídicos que los obliguen a respetar a los seres humanos cuando ese es y debiera ser el único objetivo de los Estados?
Una respuesta que podríamos hallar en el marco teórico que utilizamos es que, como lo afirmara Nussbaum, no existe teoría del Contrato Social y, por carácter transitivo ninguna Constitución que haya incluido a las personas con discapacidad en el grupo que decide y define los grandes principios que regirán la sociedad compuesta por todos y todas. Hasta hace muy poco tiempo, de hecho, estas personas “no formaban parte de la sociedad. Eran excluidas y estigmatizadas; ningún movimiento político las representaba.” Los seres humanos han sido considerados, en la tradición contractualista, en tanto y en cuanto forman parte del grupo de los ‘normales’ en sentido discursivo y estadístico.
Por otra parte, las personas con discapacidad representan una ‘minoría’ muy particular dado el elevado número de personas que responden a esa identificación, lo que nos lleva a pensar que son minoría por una cuestión que tiene más que ver con la visibilidad y acceso a los mecanismos de poder que con el aspecto cuantitativo. Algo similar sucede con otros sectores sociales considerados objeto de políticas específicas, tales como las mujeres, los niños, los inmigrantes, los pobres, los pueblos originarios.
Aquí podríamos hacer una breve reflexión, quizá una digresión. Pensamos que la creación del colectivo, o la ‘minoría’ de las personas con discapacidad responde a una lógica en la que se escencializan determinadas características desde la ideología de la normalidad creando un conjunto donde no lo hay ¿una persona ciega y una sorda tienen más en común entre ellas, y por ello se pueden incluir en el conjunto cerrado de las personas con discapacidad, que con otras llamadas normales? Quizá, esta sea una clasificación que encuentra su fundamento en una concepción apriorística de quiénes son los que son partes del Contrato Social y el programa constitucional para cumplir las obligaciones que ese contrato contiene. Esto nos permite advertir que las ‘mayorías’ que implican la existencia de ‘minorías’ no son más que mecanismos políticos de poder. Así, el término ‘mayorías’ lejos de su significado estadístico, en este contexto, se relaciona con intereses y aspiraciones de quienes construyen los discursos de verdad y los legitiman a través del ejercicio del poder y la redacción del derecho positivo. En términos cuantitativos no son mayoritarias en absoluto.
En la concepción rawlsiana del Contrato Social la idea de que las partes son aproximadamente iguales en poderes y capacidades juega un papel estructural para el establecimiento de la negociación de las cláusulas constituyentes en la posición Original. John Rawls resume esta idea de la siguiente forma: “he asumido hasta aquí, y seguiré asumiendo, que los ciudadanos no son iguales en cuanto a capacidades, pero sí poseen, al menos en un nivel mínimo, las capacidades morales, intelectuales y físicas que les permiten ser miembros plenamente cooperantes de la sociedad a lo largo de una vida completa.” Plantea Martha Nussbaum que no “queda muy claro si debemos concebir estas capacidades en términos acontextuales (como una ausencia de graves deficiencias) o sobre el trasfondo de un contexto generalizado (como una ausencia de discapacidades graves como contexto humano ‘normal’).” Esto sí es claro, según la autora, en los pensadores del contractualismo clásico quienes “no tuvieron en cuenta el grado en que los cambios en el contexto social pueden afectar a la relación entre (…) deficiencia y discapacidad.”
En lo que Rawls llama estadio legislativo las instituciones creadas por la constitución dictan las normas ordinarias con las que se pretende suplir la exclusión primordial. Aquí, creemos, se aprecia una de las claves de la tensión exclusión-inclusión; mientras la exclusión es parte y producto de una concepción universal y universalizante de la sociedad; la inclusión es parte de normas y políticas focalizadas, casuísticas y por ello sólo son paliativos, en el mejor de los casos, y no transformaciones de una relación injusta en una más justa.
En el caso particular de las personas con discapacidad si bien, como veremos más adelante, puede reconocerse un ‘avance’ en “las normas, las políticas y hasta en la consideración social, la cuestión de derechos se evidencia de manera palpable la existencia de la ‘ficción ciudadana’ mencionada por Abramovich y Pautassi. Esta ficción no sólo alude a derechos que se declaman y no se cumplen, sino que además refiere al mantenimiento de estructuras institucionales, nociones valorativas y acciones en los ámbitos públicos y privados que obturan la posibilidad del reconocimiento pleno de los derechos y además retroalimentan una matriz de exclusión.”
III. El ritual judicial y su lenguaje antes y después de la CDPD
Haremos, en los párrafos que siguen, un breve análisis de fallos dictados en diferentes instancias y jurisdicciones en oportunidad de procesos en los que el tema decidemdum implicaba derechos de personas con discapacidad. Estos ejemplos que citaremos son parte de una muestra de fallos, que abarcan el período 2005-2015 y son las fuentes de una investigación más amplia que está desarrollando este equipo de trabajo. El recorte temporal, como todo recorte, es arbitrario en cierta medida, pero, el objetivo es abarcar una década que tiene como eje la entrada en vigor de la CDPD y el otorgamiento de jerarquía constitucional en nuestro país. Por otra parte, este recorte temporal nos permite analizar los procesos de cambio de paradigmas en la interpretación de las normas, dando cuenta de la dinámica en la que los discursos normativo y ético se yuxtaponen y no siempre coinciden, tanto en los justiciables como en los jueces.
El que sigue es un ejemplo, que representa una tendencia que se puede advertir en el momento histórico, año 2007, en que se dictó el fallo. Se trata de un caso en que la cámara de Apelaciones revocó la sentencia de primera instancia que había hecho lugar a una medida cautelar. La misma ordenaba que se re-admitiera a un niño con discapacidad como alumno regular en su escuela y se le proveyera el servicio educativo conjuntamente con el resto de sus compañeros de aula como había sido hasta el momento de la interposición. La Suprema Corte de la provincia de Buenos Aires, a la que la actora llegó mediante recurso extraordinario de inaplicabilidad de la ley, rechazó la medida por no encontrarse acreditados los recaudos necesarios que viabilicen la cautelar solicitada. En los considerandos del fallo sostuvo: “no se percibe la verosimilitud en el derecho invocado, pues a partir de una íntegra evaluación de los hechos y constancias habidas no surge acreditado, en el grado impuesto, que las necesidades del niño sean las que precisamente sus padres exponen como fundamento de la medida pedida (…) A ello se suma que no existe peligro de que el niño pierda su escolaridad, pues tal riesgo se desvanece merced a la disposición del Estado provincial que, en virtud -precisamente- de esos derechos del niño, deberá proveer en su caso las medidas conducentes para hacer posible ese derecho.” Aquí puede apreciarse que, si bien se encontraba vigente la Ley Nacional de Educación 26.206 que establece expresamente en sus artículos 11, 42 y 43 la promoción de la inclusión educativa; los magistrados, con exceso de rigor formal, desconocen el derecho del niño con discapacidad a continuar su educación en la escuela que ya lo había recibido y seguir su trayectoria escolar con el grupo de pares del que ya era parte. Es en este punto donde se percibe cómo se materializa la falacia ciudadana de la que hablaremos más adelante. El niño tiene, según los Tratados Internacionales y el Derecho interno, derecho a una educación inclusiva, pero en los hechos, en su vida histórica un fallo de la “justicia” le impide permanecer en el aula y compartir su trayectoria escolar con su grupo de pertenencia. Los jueces entienden que no hay peligro en la demora -requisito esencial para otorgar una medida cautelar- ya que el niño, sostienen, puede ir a otra escuela; desconociendo, de esta forma, el principio de interés superior del niño que informa o debe informar todas las medidas judiciales que se tomen en torno a su vida. Esa ruptura de vínculos con sus pares en el aula es irreparable y quedará inscripta en la historia de vida del niño para siempre. Cada día de demora es un daño irreversible en el bien jurídico derecho a la educación inclusiva de ese niño.
El segundo ejemplo es un fallo, de segunda instancia, del año 2008, a seis meses de la entrada en vigor de la CDPD. En este caso el juez de primera instancia había hecho lugar, parcialmente, a una demanda de daños y perjuicios promovida por una persona con discapacidad que se sintió objeto de discriminación frente al hecho de no poder viajar en un colectivo local en forma gratuita, como era su derecho, luego de exhibir su certificado de discapacidad y el pase especial -emitido por la Secretaría de Transporte-. Es aquí donde el Derecho se vuelve un fenómeno antropológico. Como vimos, la Carta de los Derechos Humanos obliga a los estados a generar las condiciones para que todos los miembros de la familia humana tengan un buen vivir y lo hagan con dignidad. El Estado, en cumplimiento de esos compromisos internacionales, debe dictar normas que procuran hacer efectivo el mandato del derecho internacional de generar las condiciones para la vida digna del conjunto y de cada uno de los individuos, sin distinción alguna. En esta línea, el Estado Argentino sancionó y promulgó la Ley 22.431, ley marco para la cuestión de la discapacidad. Esta Ley, en su artículo tercero, establece que para poder gozar de los derechos reconocidos específicamente a la “minoría” de las personas con discapacidad, tal condición debe acreditarse, a todos los efectos, mediante la exhibición del certificado de discapacidad.
La empresa de transportes accionada interpuso recurso de apelación contra el pronunciamiento de primera instancia. La Alzada modificó el decisorio de grado disminuyendo las indemnizaciones al daño producido por el hecho de no poder viajar y la confirmó en todo lo demás. Es interesante ver cómo se refiere al actor el Tribunal.Dentro de los considerandos del fallo Podemos leer, en algunos pasajes las huellas del paradigma médico rehabilitador, mientras ya estaba vigente la CDPD, norma constitucional en la materia, que, expresamente, asume paradigma social de la discapacidad. El Tribunal sostiene en los considerandos que “el actor no probó haber sido objeto de ningún maltrato o burla por su condición de discapacitado” lo cual hubiese configurado, a su juicio, la discriminación. Al referirse al discapacitado el Tribunal escencialiaza una condición en la persona y atribuye la ‘discapacidad’ sólo a ella desconociendo los postulados de la CDPD en cuanto a entender la discapacidad como una interacción de la persona con su medio social. A partir de allí todo el razonamiento estará sesgado por esta concepción del fenómeno en análisis.
Más adelante, sostiene el Tribunal que “puede presumirse que la injustificada negativa de la demandada a cumplir con la obligación legal de entregar pasajes gratuitos debió generar en el actor sentimientos de frustración, de impotencia ante la falta de reconocimiento de su derecho a obtenerlos al amparo de una legislación específica.” Aquí vemos como la existencia de legislación que reconoce derechos y brinda garantías de su cumplimiento no es suficiente para que el goce de los derechos se haga efectivo. Tanto el juez de primera instancia como la alzada desconocen la definición de discriminación que hace la CDPD en su artículo 2: “Por “discriminación por motivos de discapacidad” se entenderá cualquier distinción, exclusión o restricción por motivos de discapacidad que tenga el propósito o el efecto de obstaculizar o dejar sin efecto el reconocimiento, goce o ejercicio, en igualdad de condiciones, de todos los derechos humanos y libertades fundamentales.” La persona con discapacidad no pudo viajar teniendo derecho a hacerlo; el Tribunal, reconociendo el hecho impeditivo volitivo del goce de ese derecho hace una interpretación sesgada por los valores de los decisores judiciales de cuáles son los elementos subjetivos que constituyen la discriminación. Vemos aquí cómo operan los prejuicios, los mandatos culturales hegemónicos y las historias personales.
Los dos ejemplos hasta aquí citados son representativos de los criterios mayoritariamente utilizados en nuestros tribunales hasta entrada la década del 2010. Los casos mencionados en los párrafos anteriores quizá puedan ser aprehendidos con el concepto de falacia garantista acuñado por Ferrajoli. La falacia garantista “consiste en creer que basta con buenas razones para un derecho y que estas sean reconocidas jurídicamente en la ley o en la constitución, para que, por este mero hecho, quede garantizado, es decir, protegido(…) Las garantías de un derecho dependen de muchos factores sociales y culturales y por lo que hace a las garantías jurídicas éstas dependen del sistema constitucional, del funcionamiento adecuado de un sistema judicial y otros factores institucionales que pueden afectar, promover o asegurar niveles de protección (Cruz Parcero:2015)
El último fallo que veremos es del año 2015 con la CDPD vigente y con jerarquía constitucional. En este ejemplo se puede apreciar que la jueza de primera instancia hace uso directo de la norma Convencional y decide a partir de ella no sólo decidiendo sobre la capacidad del accionado sino toma decisiones con los auxiliares de la justicia que participaron en el proceso con evidente desconocimiento de los derechos que estaban en juego en el mismo.
En la provincia de Salta se presenta el progenitor de una persona adulta, de 22 años de edad y que nació con Síndrome de Down sosteniendo que tal condición le imposibilitaría a su hijo dirigir su persona y administrar sus bienes; a la vez se propone como su curador definitivo. El juez interviniente, fundando su sentencia en la CDPD y la ley 26.657 de Salud Mental hace lugar a la demanda sólo parcialmente, “restringiendo la capacidad de obrar sólo para los actos de disposición y administración de bienes muebles o inmuebles registrables, debiendo contar para ello con el apoyo y consejo de su madre”. Este caso nos sirve para visualizar la complejidad del fenómeno de la capacidad-discapacidad en el que la Ciencia del Derecho y el Derecho mismo son sólo unas de las miradas posibles de un enfoque que debiera ser transdiciplianar.
Los jueces para formar su convicción al momento de pronunciarse, a través del método de la sana crítica, además de la interpretación de marco legal vigente, deben contar con el auxilio de la prueba, de las medidas para mejor proveer, de las presunciones, de los indicios y de los peritos, especialistas en diferentes disciplinas que aportan sus conocimientos expertos en la materia para la formación de su juicio.
Los peritos son auxiliares de la justicia, dan su opinión al juez sobre los hechos vistos desde su saber disciplinar y esta, si bien no es vinculante, será la fuente del razonamiento del juez para determinar la situación legal del justiciable. Decisión ésta que, como ya dijimos, se inscribirá en la vida del ser humano y condicionará su existencia. Los tres peritos intervinientes en el caso del joven con síndrome de Down dictaminaron, sin ningún fundamento científico expreso, que debía declarárselo incapaz. Los peritos en tanto auxiliares de la justicia, deben conocer el derecho vigente y actuar en conformidad a él. El desajuste entre la norma y la práctica en este caso es tan ostensible que en la sentencia el juez sostuvo que “no se entiende cómo los peritos que actúan en autos determinen que G. no conserva sus derechos electorales activos, que no puede participar en entidades asociativas sin fines de lucro y tampoco puede administrar sus bienes, sin expresar ningún fundamento científico. Esto implica lisa y llanamente un soberano desconocimiento de los Tratados de Derechos Humanos, en especial de la CDPD y una discriminación intolerable hacia él.” Por lo tanto, en el decisorio de la sentencia el juez impone que “los peritos que deberán realizar con carácter obligatorio un curso sobre “Protocolo de Acceso a la Justicia de Personas con Discapacidad” que se dicta en la escuela de la Magistratura del Poder Judicial, aprobado por Acordada Nº 11.600, el que deberá justificarse en el plazo de treinta (30) días; bajo apercibimiento de desobediencia judicial.”
Los operadores del sistema judicial que deben aplicar, es decir volver práctica concreta, los principios y valores receptados en la CDPD y todo el plexo normativo al momento de tomar las decisiones lo hacen movidos por su bagaje cultural en el más estricto sentido antropológico. Los peritos llamados en este caso a auxiliar al juez con sus conocimientos científicos no fundan su recomendación en este saber, sino que lo hacen al calor de sus creencias y prejuicios. La letra de la Ley se corporiza en un dictamen pericial construido en base al mito del contrato social en cuyo pacto original están sólo los normales, las personas con discapacidad en el rito son incapaces de ejercer los derechos que los Tratados Internacionales y el Derecho local les reconocen a todos los miembros de la familia humana.
Los sistemas constitucionales fundados en el Contrato Social, conciben al ser humano con unas características, pero esa forma de concebirlo es sólo una de las formas posibles. Esa concepción está determinada por una realidad político-social histórica anterior y geográficamente particular diferente a la realidad político-social del siglo XXI en América del Sur. Aquí se hace visible la necesidad de construcción de un sistema de ideas que, sin negar el valor histórico del contractualismo clásico y el constitucionalismo, permitan imaginar nuevos acuerdos, nuevos pactos en los que fundar la sociedad que excedan los límites del contrato y la lógica de la contraprestación mutua. Hemos visto hasta aquí que la existencia de normas, ya sean Tratados Internacionales o derecho local, implica que los derechos por ellas reconocidos y las garantías ofrecidas no alcanzan para que en los hechos su goce se verifique.
El caso de las personas con discapacidad es particularmente elocuente en este sentido. Por un lado, el mito fundador del Contrato Social no las incluye, como vimos, en la posición original, por otra parte, la Carta de derechos Humanos, en la que se reconocen los derechos inalienables de los individuos de la familia humana necesita una norma específica para el reconocimiento de esos mismos derechos para las personas con discapacidad sacándolas del universo de los derechos de los normales. Luego, cuando el derecho positivo vigente debe aplicarse, encontramos que la interpretación de éstas normas está atravesada por valores, historias, prejuicios e ignorancias de los operadores judiciales dando lugar a las falacias ciudadana y garantista. Antes de pasar a la reflexión final, podemos dejar planteado, a la luz de lo visto hasta aquí, que la dignidad de la vida humana es una cuestión que excede los estrechos márgenes del derecho positivo para situarse en el campo de la cultura, en un sentido antropológico.
Reflexiones ¿finales?
A lo largo del recorrido intelectual realizado en el presente trabajo hemos visto cómo todo el sistema de Derecho del Estado Liberal está fundado en el mito del Contrato Social. Este mito fundador, omnicomprensivo de los valores hegemónicos de la cultura occidental, supone una sociedad organizada por y para los ‘normales’. Como vimos, J. Rawls, exponente contemporáneo del contractualismo, sostenía que la sociedad civil se organizó a partir de una, hipotética, Posición Original en la que personas que tienen las capacidades morales, intelectuales y físicas que les permiten ser miembros plenamente cooperantes de la sociedad, y a lo largo de una vida completa establecieron las normas constituyentes que la regularía. Las personas que no responden a estas características no sólo no son consideradas como parte del acuerdo originario, sino que, tampoco, son consideradas en el estadio constituyente. Para los ‘no normales’ las medidas que los hacen miembros plenos de la sociedad se daran en un segundo momento: el estadio legislativo. Así, en la Posición Original hay una Exclusión Original que, como vimos en el apartado dedicado a los Tratados de Derechos Humanos, da lugar a un conjunto de normas que, sin pretender terminar con esa injusta exclusión, se presentan como paliativos focalizados que terminan desembocando en el pesimismo de las falacias ciudadana y garantista. El Derecho reconoce derechos, pero no genera las prácticas sociales que permitan o faciliten su goce.
El método de la deconstrucción utilizado en el presente trabajo supuso un viaje desde la periferia al centro, del mito del Contrato Social al rito del Derecho en las leyes y los tribunales. Las nuevas miradas y abordajes sobre cierto sector del universo del derecho, la inclusión de nuevos paradigmas teóricos en los textos normativos, como el caso del llamado paradigma social de la discapacidad, no devienen, automáticamente, en hechos sociales que transformen la injusticia de la exclusión de las personas con discapacidad y, por qué no decirlo, sólo visten esa injusticia con otro ropaje discursivo.
En nuestro trabajo hemos visto cómo existe un desfasaje entre el discurso, el lenguaje de los derechos humanos en general y los derechos de las personas con discapacidad en particular y las prácticas sociales que le son contemporáneas.
En pleno siglo XXI es necesario, imperante construir nuevos acuerdos fundantes en el que el conjunto de los humanos sean parte sin exclusión alguna. Un comienzo otro. Una nueva Posición (no) Original en la que todas y todos los miembros de la familia humana, no sólo los ‘normales’ formulen los grandes trazos constituyentes de la sociedad civil organizada.
El trato que se le da a la cuestión de la discapacidad en el Derecho, después de largos períodos de ostracismo jurídico de las llamadas personas con discapacidad, transita un camino, arduo, hacia el pleno reconocimiento de la Capacidad de estas personas. El desarrollo en materia de dispositivos legales de derechos humanos abona, pero sólo eso, una abundante cantidad de tierra fértil en la cual es necesario plantar las semillas del lenguaje que sean el cotidiano de las prácticas sociales en la que no se distinga entre las personas según su aptitud física o mental para considerarlas sujetos dignos y, por lo tanto, poseedores de derechos inalienables e impostergables. Como la semilla enterrada está segura de su triunfo, puesto que sólo resta esperar que el manto del tiempo la cubra, así la dignidad humana, inexorablemente, aflorará en las generaciones venideras como tronco de un mito otro: somos humanos sin importar las características del ente.
Por ello consideramos pertinente la pregunta sobre cuáles son los límites y alcances del Derecho. Los ‘avances’ en materia de capacidad progresiva son significativos, predomina en la actualidad el respeto a la autonomía de la voluntad y las restricciones judiciales a la Capacidad son acompañadas de los llamados apoyos designados por la CDPD, la ley de salud mental y del CCCN, es decir ya no existe, para el Derecho, incapaces de hecho absolutos. Sin embargo, como hemos visto, la desescensialización que supone el modelo social de la discapacidad aún no es una concepción hegemónica que oreinte las prácticas sociales y la de los operadores políticos. Existe un discurso, un lenguaje de reconocimiento de derechos y de inclusión, pero la cultura occidental sigue discriminando entre los ‘normales’ y los que no lo son.
Una sociedad organizada para que todos los seres humanos vivana en plenitud una vida digna, se organizará alrededor de un nueva Pacto Fundador en el que nadie hable de discapacidad o de discapacitados o de personas con discapacidad. Nos debe interesar la Capacidad del ser humano, su potencial vital. El Derecho occidental tiene ante sí el desafío de ser otro, en una cultura otra en la Exclusión Original de los ‘no normales’ se parte del mito olvidado del Contrato Social.
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